Desde bichofeos hasta invasivas torcazas, las aves se adueñan de Buenos Aires
¡Lástima no ser ornitólogo, siquiera aficionado! Si lo fuese, despejaría algunas dudas y tendría a mano unas cuantas ex explicaciones que me están faltando. Por ahora, sólo puedo dar testimonio de que en mi barrio de casas bajas y copas de árboles que rozan balcones, cada tanto escucho, velado tras la unanimidad ruidosa de los automóviles, la insistencia del bichofeo, o del benteveo, o como quiera llamársele.
Y se me hace que antes -pero bien atrás- no la percibía, bien sea porque no había por aquí benteveos o porque uno vivía en otro barrio o, simplemente, porque no prestaba atención, pues también hay curiosidades o intereses que vienen con los años. Convengo que no tengo una respuesta precisa, por lo que me reduzco a lo inicial e intuitivo: me parece que ahora hay bastantes más pájaros insólitos en la ciudad, aunque esto de aludir a cantidades les plantea otro problema a mis limitaciones: ocurre que no sólo no soy ornitólogo, sino que tampoco soy estadígrafo, de modo que en ambas esferas apenas me queda valerme de pálpitos.
Los que, además, se entrecruzan con recuerdos: ¿qué hace acá un bichofeo? De pronto no estoy donde creo, sino en un tiempo remoto, con extensiones sembradas y el reparo de arboledas ante las casas. Una sensación antigua me invade y descubro el absurdo de aguardar a que se rehaga aquel estruendo simultáneo de mil pájaros o se divise la vigilia expectante del tero. Pero no, no da para tanto la fantasía: ésta es la ciudad y no hay huellones ni el camino recto de la entrada, sino veredas duras y pavimentos negros. Aunque ciertos pájaros se empeñan en discutírmelo: son otros, no los de siempre, palomas y gorriones que acuden tras las miguitas derramadas, o el extraviado hornero que ha fabricado su casita en un horcón urbano. Éstas son aves forasteras, exóticas y reminiscentes: reinamoras, pechitos amarillos y colorados, biguás y hasta calandrias y cotorritas...¿Qué hacen acá?
De a poco, el curioso averigua: alguien comenta haber escuchado el golpetear del pájaro carpintero, otro menciona tijeretas; un tercero, chingolos. Marta, que es salteña, dice que a veces lo que parecen palomas no lo son. "O son palomas raras o acaso sean cuervos", vocablo que tira a antipático. Lo concreto es, de un modo u otro, que mucha gente barrunta que últimamente suelen volar sobre el entramado de calles, multitud de aves cuyo hábitat se tendría por absolutamente rural; me cuento entre ellas.
Hay quien lo atribuye a la proximidad de la llamada Reserva Ecológica, que casualmente vino a surgir más allá de la Costanera Sur, donde tendrían su centro especies llegadas en pos de los sedimentos y camalotes que originaron esa inopinada naturaleza seudovirgen, existente a un paso de las presuntuosas edificaciones de Puerto Madero.
Otros arguyen que se trata de una consecuencia lateral y asimismo involuntaria de la desindustrialización, que al dejar tantas chimeneas ociosas y disminuir el acoso del hollín, habría purificado la atmósfera y derivado en que volvieran por estos pagos multitud de pájaros antes retenidos más allá de las afueras del Gran Buenos Aires, parábola significativa que quizá sirva para ejemplificar por enésima vez aquello de que "no hay mal que por bien no venga".
Dicho que igualmente se puede invertir sin que pierda sentido: "No hay bien que por mal no venga", pues sucede que junto a quienes alegra esa evolución regresiva, se halla una legión de descontentos, de los que no soy afín, pero cuyas razones comprendo. "Hay peligro de enfermedades", dicen, y sacan a cuento -como era previsible- lo de la psitacosis y otros males por el estilo. Pero, por ahora, la de más bulto pareciera ser la queja de que al nidificar (o usar un sitio de resguardo habitual) las aves de algún porte, como las palomas, dañan los techos y obturan desagües, según acreditan vecinos y consorcios.
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