Sabiduría, sentir el tiempo para que este perdure, eso significa Arandú en lengua guaraní y fue el nombre que eligió el correntino Mario Rosina para su negocio.
La talabartería Arandú busca conservar la sapiencia ancestral de los artesanos que Rosina no quiere que se pierda. Siempre relacionado con el campo, preservar la identidad como pueblo era un tema importante para él.
Muy joven comenzó como mayordomo, primero en un campo en Corrientes y luego en Santa Fe . Con el tiempo, el establecimiento en que trabajaba tambaleó y decidió marchar para Buenos Aires, donde junto a un socio y unos ahorros compraron un frigorífico en quiebra para levantarlo.
La cosa marchaba en la venta de carne procesada, pero un frigorífico más grande se cayó y, con él, todos los chicos siguieron el mismo camino. De ese negocio solo quedaron mil dólares en su haber.
Con 24 años era volver a empezar. Con una situación económica complicada, supo que estudiar era el camino para poder acreditar un título en los trabajos que buscaba. Para pagarse los estudios vio como rebusque traer cueros de carpincho y revenderlos en las grandes talabarterías capitalinas de entonces, como Casimiro Gómez y Casa Arias.
Con esos mil dólares en el bolsillo emprendió una expedición en su Renault 4L hacia Corrientes en busca de materia prima. "Salía a las cuatro de la mañana desde Corrientes, con el 4L repleto de cueros de carpinchos y sin papeles, para que la policía caminera no me decomise las cosas. Eran otros tiempos", cuenta a LA NACION, Rosina, hoy con 62 años.
Enseguida el correntino percibió el entusiasmo del público por las cosas artesanales y pensó que si a ese cuero que traía le daba valor agregado, la cuestión podría funcionar. Empezó a fabricar botas, portafolios y camperas e iba negocio por negocio ofreciendo sus productos. En un principio Rosina lo veía solo como un medio que le permitía continuar sus estudios.
Un amigo, que luego se convirtió en socio, le insistió en poner un local a la calle. "Al fallecer el viejo Caruso (de la casa Rossi y Caruso) se generó un vacío y había una necesidad de los clientes por ese tipo de productos. Eso nos permitió crecer", recuerda.
En pleno Barrio Norte , por la calle Paraguay alquilaron un pequeño lugar donde comenzaron a trabajar duro junto a Isabel, su mujer. También lo ayudaban los compañeros de facultad. A la vez, empezaron a participar de las exposiciones de la Rural que le daba visibilidad a su negocio.
En 1991, un pequeño capital le permitió comprar a unos 10 metros de su local una vieja peletería que de a poco la fueron acomodando como vivienda y negocio a la vez.
Luego se sumaron sucursales en el Patio Bullrich, un local de Ayacucho y la Avenida Alvear, en Cariló y Córdoba . En 2006 abrió un local de carruajes junto a una galería de cuadros de pintores costumbristas. Como proyecto a futuro va a desarrollar un nuevo local en el barrio de San Telmo .
A la hora de contratar empleados, Rosina se acuerda de sus comienzos. Entiende que los estudiantes del interior que vienen a Buenos Aires, como él, buscan trabajos de pocas horas y así alivianar la manutención a sus padres. "Para el mostrador empleo chicos provincianos que tienen un gran compromiso por el trabajo y un conocimiento particular por las cosas camperas", dice.
Cuando comenzaron a salir a exposiciones en el interior, el trabajo de montar y desmontar un stand era engorroso: armar la carpa, llevar la mercadería, acomodarla era tedioso para los pocos días que duraban las muestras. Por ello, idearon un camión ambulante con remolque.
"El camión no solo nos ahorró tiempo sino que generó que en cada exposición el público espere nuestro camión. Durante 12 años el camión recorrió 32 exposiciones en todo el país cada año", relata.
Al tiempo de poner su emprendimiento, el auge con las cosas camperas hizo que proliferaran las talabarterías en Buenos Aires. Cuando la moda se apagó pocas sobrevivieron, pero Arandú creció. "Siempre se confundió el valor de una talabartería. Además de la vocación, fuimos los primeros", dice.
La complementación laboral con su mujer es perfecta y hace 10 años se sumó su hijo Genaro. Para Isabel, no hay crisis del país que los aleje de su norte. "Nuestro objetivo es seguir trabajando. El secreto es nunca aflojar y no mirar lo que pasa con los gobiernos de turno", dice Isabel.
Con 32 años, para los Rosina la talabartería se convirtió en una forma de vida y su satisfacción pasa por ser ese nexo entre el trabajador del interior y el público. "Estamos comprometidos en esto de ser el canal de venta de más 200 artesanos que no tienen otra posibilidad de vender sus productos", concluye.
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