"El gaucho argentino no tiene tipo en el mundo por más que se han empeñado en compararlo unos con el árabe, otros con el gitano, otros con el indígena de nuestros desiertos". La afirmación es de José Mármol (1818-1871) y corresponde a su máxima creación literaria: Amalia, novela magistral que cuenta el Buenos Aires de Rosas y de sus enemigos, los unitarios.
Decía el autor que el gaucho, por sus instintos, se aproximaba "al hombre de la naturaleza", pero por su religión e idioma se daba la mano "con la sociedad civilizada". En la lucha constante con el peligro se forjaba su espíritu, ensoberbecido a veces por el triunfo alcanzado. Y era que las "leyes invariables y eternas" de la soledad se enfrentaban a sus instintos humanos, condiciones imprescindibles de su vida.
Ese hijo de la pampa se asociaba ineludiblemente al caballo, "elemento material" que contribuía como nadie "a la acción de su moral".
"Criado sobre él, se hace su déspota y su amigo al mismo tiempo. Sobre él, no teme ni a los hombres ni a la naturaleza, y sobre él es un modelo de gracia y de soltura, que no debe nada, ni al indio americano ni al jinete europeo", escribió Mármol.
Eran los trabajos de pastoreo los que constituían su necesidad y su vocación. Y gracias a ellos se tornaba fuerte, diestro y atrevido. Había por el hombre de la ciudad un profundo desprecio: el gaucho se sabía mejor. Aquel no lograría jamás enlazar un toro ni hundir el cuchillo en la garganta de un animal. Y como el hombre de ciudad era también "la acción de la justicia", el paisano vivía lejos de la potestad del Estado protegido por su caballo, su cuchillo, el lazo y el enorme desierto.
Explicaba Mármol que solo "el mejor gaucho" podía convertirse en "caudillo". El alto puesto se alcanzaba "con pruebas materiales, continuadas y públicas". Y añadía: "Tiene que adquirir su prestigio sobre el lomo de los potros, con el lazo en la mano, entre las charcas de sangre, durmiendo a la intemperie, conociendo palmo a palmo todas nuestras campañas, desobedeciendo constantemente a las autoridades civiles y militares, y burlando y hostilizando día por día cuanta mejora industrial, cuanta disposición y cuanto hombre llega de las ciudades a la campaña". Reconocía que Rosas "era el mejor gaucho en todo sentido, que reunía a su educación y a sus propensiones salvajes todos los vicios de la civilización, porque sabía hablar, mentir y alucinar".
Algunos de los personajes de Amalia daban ejemplo del gauchaje. Allí estaban Juan Merlo, sujeto vulgar hermanado con los gauchos "por su antipatía a la civilización y con la pampa por sus habitudes holgazanas"; el joven Fermín, criado que se revelaba "un perfecto gauchito, sin chiripá ni calzoncillos", no obstante "sus botas y corbata negra"; y los dos gauchos tirados en el piso de la casa de Rosas, envueltos en sus ponchos y armados de tercerola y sable, "como otros tantos perros de presa que estuviesen velando la mal cerrada puerta de calle".