Antes de su forma actual, el instrumento tenía cuatro cuerdas, pero su origen encierra un misterio
La guitarra, y de las guitarras la guitarra criolla, era, en la viva leyenda del gaucho, infaltable: la llevaba en sus recorridos a caballo, acomodada a un costado y resguardada por el poncho para que la intemperie y las polvaredas no la estropeasen.
Pero muy poco y nada sabemos de ella: en nuestros campos se usaba una que no era exactamente la española ya afianzada para el siglo XVIII en su forma actual, sino otra más pequeña, de sólo cuatro cuerdas a la que los viajeros –Concolorcorvo, por ejemplo–, suelen describir como "guitarrita".
En la ciudad, en cambio, ya estaba la hoy conocida, de seis cuerdas, impropiamente llamada entonces, entre nosotros, "vihuela", que en realidad es una guitarra anterior un par de centurias, con escotaduras en la caja, a modo de violín y mayor número de cuerdas. Pero aquí por vihuela se entendía la guitarra clásica; cuando al comienzo de su canto la invoca Martín Fierro, nos deja la incertidumbre si utilizó esa palabra por exigencias de la rima, o si en verdad la suya era una guitarra cabal.
En el comercio
Con cuatro o con seis cuerdas, ¿dónde fue que Santos Vega, metido en los cangrejales del Tuyú, obtuvo una? ¿Dónde la consiguieron el arquetípico gaucho cantor del relato de Sarmiento o el paisano acurrucado ante la desolación del rancho, según muestran las ilustraciones? Por supuesto, no era el caso de Juan Gualberto Godoy, quien sin duda pudo adquirirla en un negocio pueblero, importador de ultramarinos. Supongamos más y demos por sentado que también algunas importadas llegasen a las pulperías y allí se las pudiese comprar, al menos en lugares no tan remotos. La dificultad entonces consiste en saber cómo es que eran de cuatro cuerdas, pues es obvio que el comerciante vendería las llegadas de España, ya de seis cuerdas.
Deberían existir, pues, artesanos o luthiers que las fabricaran, lo que habría constituido una industria muy rústica de cuya existencia casi no hay datos. Félix Coluccio, en su Diccionario Folklórico Argentino, indica que la guitarra no puede clasificarse como instrumento folklórico, "dado que las que se usan en la mayor parte de nuestro país son de factura comercial y no regional", lo que indirectamente da cuenta de que en algún lado hubo una artesanía lugareña que las elaboraba.
De ser esto así está muy perdido en el pasado y ha de referirse, tal vez, a zonas más desarrolladas de nuestro actual territorio –o al Perú o, en algún momento, al Paraguay de los jesuitas, que no a las soledades pampeanas, donde hacia 1800 imperaban el horizonte vacío y una extrema rusticidad de costumbres. O acaso, llegasen en efecto importadas pero hechas de esa manera reducida, lo que fuerza a imaginar un vivo interés mercantil, lo que es arduo de aceptar, entre otras cosas porque, al parecer, el precio era muy bajo. En la época de Felipe II un cronista dice de las guitarras –en ese tiempo de cuatro cuerdas, aun en la península– "no valen más que un cencerro y por eso hasta los más bajos campesinos son guitarristas". Fierro, igualmente, debe aludir a una gran baratura cuando aplica a la suya una decisión tajante: "Ruempo esta guitarra… por no volverme a tentar".
Hasta que un buen día esa tal guitarrita desapareció sin que haya quedado, de manera cierta, resto alguno que la recuerde. No sabemos qué pasó, pero a fines del siglo XIX, quizá debido a la extensión de mensajerías y ferrocarriles, y la consiguiente del comercio, de pronto los criollos se encontraron con que todas eran las clásicas, españolas las más e invariablemente "hexacordes".
Atrás se diluían la fábula y el mito, el payador fugitivo, las endechas a la oración, la guitarra que sonaba sola en la tapera abandonada, según cuenta Godofredo Daireaux. Todo había cambiado en cuanto a rasgueo y punteo, o acaso no: igual el talle y las caderas de la caja continuaban morigerando la dolida carencia del que canta.
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