"En un hermoso día otoñal, después de una abundante lluvia, cargué mis alforjas indias, con semillas de robles, cedros, acacias, etc. y un pequeño azadoncito, y me largué a caminar por las sierras hasta encontrar lo que buscaba mi imaginación: un cañadón reparado de los vientos y con depósitos de rica tierra fresca, donde poder hacer un primer ensayo en esa clase de terrenos y alturas". Así comienza el valioso libro escrito por don Hugo Wendorff, titulado "Árboles y sierras", editado por la Editorial Ovina en 1947.
Allí, este hijo de alemanes aquerenciado en la zona serrana de la provincia de Buenos Aires, narra con un estilo ameno y didáctico su experiencia plantando árboles y arbustos en zonas rocosas, donde abundaban los pastizales naturales, llegando a la increíble cantidad de 100.000 ejemplares plantados.
Señala que no ha querido escribir un manual de silvicultura, sino transmitir sus vivencias para que otros se interesen por este "arte de plantar", anotando los errores que se cometen comúnmente y describiendo las prácticas más interesantes desarrolladas en su establecimiento rural Mahuida Có de Tornquist.
Además del cambio de paisaje que se apreciará con los árboles crecidos, Wendorff señala que se generará un mejor abrigo invernal para la hacienda, presentando otras infinitas ventajas directas e indirectas ya que "una hectárea de bosque produce por evaporación durante sus meses de crecimiento, o sea de primavera a otoño, una cantidad de agua que correspondería a una lluvia de 200 a 300 mm. sobre una hectárea".
Clasifica luego las especies forestales más recomendables entre las de hojas caducas, de fácil multiplicación y plantación por estacas y estacones (sauce criollo, mimbre, llorón y álamos) y las de hojas perennes, cuya producción y manejo presenta dificultades y requiere cuidados y buena práctica (roble europeo, acacia robinia, eucalyptus y coníferas -pinos, cipreses y cedros), reproducidos por siembra en almácigos. Anota también las especies nacidas por siembra directa, al estilo de la realizada por los jesuitas, como durazneros, guindos, damascos, nogales y castaños.
Escribe que, un día, pensando cómo llevar miles de plantitas en forma fácil a los lugares de las sierras más inaccesibles, ya sea a pie o a caballo, para reemplazar los cajoncitos en los que las transportaba usualmente, observó que su hija de 2 años - fiel imitadora de su padre- traía un montón de zapallitos de adorno, ahuecados, similares a las calabazas para el mate, por lo que al instante, decidió adoptar esas pequeñas macetitas naturales, muy fáciles de obtener y preparar, contando con la ventaja de trasladar muchas a la vez - 30 ó 40 - enterrándolas, al mismo tiempo con la pequeña plantita, evitando así las consabidas pérdidas por trasplantes.
Describe también un plan para resolver algunos problemas forestales, destacando que "saber plantar, cuidar y gozar de los beneficios de los árboles, demuestra el grado de cultura de un pueblo". Agrega que los árboles atajan y filtran los vientos cumpliendo la más preciada función para una población: la pulmonar. Ataca, a la vez y con energía, a las desdichadas "podas municipales", solicitando respetar y cuidar los árboles existentes y aconsejando, no arrancando nunca ningún ejemplar, sin disponer de otro para reemplazarlo.
Cerremos este artículo con la poesía de Fernández Ríos, que el mismo Wendorff eligió para el inicio de su libro: Cuando seas señor de tus sentidos / un árbol planta y buena obra hiciste, /porque él alegrará tu huerto triste / con frutos, flores, pájaros y nidos/ De todo lo que oigas y que veas;/ de lo malo y lo bueno, vil y honrado, / escribe un libro y deja en él grabado /el rigor de tu ser y tus ideas. / Y cuando sienta tu vivir sereno/ que la paz del hogar te llama y nombra, haz con amor un hijo, justo y bueno, / para que aprenda la sabiduría /de tu libro inmortal, bajo la sombra / del árbol noble que plantaste un día.
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