Se trata de Agustín Battellini, que junto al diseñador gráfico Alejandro Sequeira, recibió el “Best in the World” en la categoría Dairy & Cheese Books; hace 20 años que vive en una chacra en Uruguay donde fabrica 37 productos originales, utilizando leche de oveja, cabra y de vaca
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“Todos los años, para este concurso vemos miles de libros. Pero el suyo, además de didáctico y muy bien escrito, es un trabajo único que contagia de felicidad y emociona tanto que dan ganas de conocer el Uruguay. Es un libro muy feliz”.
Con esas palabras, en una carta afectuosa, Édouard Cointreau, fundador y presidente de los Gourmand World Cookbook Awards, les pidió al productor lácteo argentino Agustín Battellini y el diseñador gráfico Alejandro Sequeira que, de manera inmediata, le hagan llegar un ejemplar de su libro publicado, “La Vigna Láctea, Arquitectura del Queso”, para participar del concurso que se iba a llevar a cabo en Riad, Arabia Saudita. Además, de ser posible alguno se haga presente en ese país, porque sin duda estarían dentro de la terna premiada.
Sin entender nada y con los tiempos contados, Battellini tomó uno de los 1200 libros de su única y reciente tirada y lo despachó por un correo internacional. Luego, con el corazón palpitando, regresó a su chacra en Colonia Valdense, entre Montevideo y Colonia del Sacramento, y sentado en la cocina frente a la ventana hizo una mirada retrospectiva de su vida de un poco de más de dos décadas en ese lugar.
La historia de este arquitecto devenido tambero y hacedor de quesos se remonta a cuando, junto a su mujer Lucila Providente, plantearon no vivir en la urbe porteña sino buscar el campo y la naturaleza como forma de vida, en donde sea mejor criar a sus futuros hijos y trabajar en sus profesiones. Y lo que viene después parece estar concatenado en una historia sobre otra.
Hoy siente que su vida forma parte de varias juntas porque la intensidad con la que decidió transitarla así lo demuestra. Oriundo de Martínez, tras recibirse y luego de haber realizado una especialización en Torino y de trabajar en México en arquitectura bioclimática, regresó al país con ganas de encontrar su lugar en el mundo.
Con ese objetivo claro, junto a Providente miraron campos en Grecia, en la Toscana, en la Patagonia, en Tandil, en Open Door pero nada les cerraba y, si no era el idioma, era el precio o la distancia y tener cerca a la familia pesaba y mucho.
Con un compás (literal) trazaron un radio en un mapa de la Argentina y vieron que dentro de ese círculo estaba Uruguay y hacia allí fueron. Cruzaron el charco y encontraron en venta unas 22 hectáreas que tenía una vieja bodega de vinos de 1880, con viñedos de la variedad Tannat, muy antiguos de más de 100 años.
“Era una locura pero nos enamoramos del lugar. Pero en ese entonces valía menos de la mitad que los campos de Buenos Aires y compramos”, cuenta a LA NACION. Así se instalaron en 2000 y le pusieron al lugar de nombre La Vigna.
Su eje era continuar con su profesión, a la vez hacer algún que otro vino y armar una posada de campo en la antigua casona. Por un (mal) consejo de unos expertos, arrancaron esos viejos viñedos y en esos lotes poblaron con vacas, cerdos, gallinas y unas ovejas frisonas que para hacer de vez en cuando algún queso artesanal. Cada vez que llegaban turistas a la posada, el arquitecto ofrecía y convidaba sus productos para que los degusten.
“Todo era muy a pulmón, pero queso a queso íbamos mejorando. Era prueba y error. Nunca mis chanchos estuvieron tan gordos de la cantidad de quesos que salían mal y se los dábamos a ellos para que los coman”, relata.
Su entusiasmo iba en ascenso. Las lecturas sobre el tema se volvieron interminables hasta altas horas de la noche. Y era aprovechar cada viaje al extranjero por su trabajo de arquitecto para hacer algún curso con especialistas queseros. Y así volvía, con la “cabeza explotada”, con ganas de llevar a la práctica todo lo aprendido.
Y, lo que empezó como un juego, como un hobby, de pronto se convirtió en una demanda impresionante: “Nos empezaron a correr de atrás con los pedidos de los mejores restaurantes de Punta de Este y José Ignacio”.
Y con esa demanda creciente, entendió que había que tomar una decisión: dar un paso al costado con su profesión, aunque no del todo porque a partir de ahí, cada queso va a tener su sello arquitectónico. Si bien en esa primera década, copiaba quesos de otros lares, luego, al ir incorporando y jugando con leche caprina y de vaca, fue creando los propios. Fue así que en el ambiente lo comenzaron a llamar “el arquitecto de los quesos”, por sus constantes invenciones y construcciones lácteas tan osadas como revolucionarias.
“Poco a poco, mis quesitos comenzaron a salir buenos y gustaban más. Comencé a despegarme de los quesos tradicionales y hacer recetas con identidad propia. Innovando y experimentando constantemente, cada año aparecían dos joyitas nuevas y la gente se copaba con las novedades. Hoy tengo en mi haber 37 quesos originales. Cinco de ellos son de batalla que son los más pedidos y que me sirven para pagar los gastos de la casa”, describe.
Pero Battellini no estaba solo abocado a los ensayos y a la fabricación de quesos. Como buen arquitecto, la estética era parte del producto final. Así es como se tomaba su tiempo para diseñar el nombre, el packaging y la manera de dar a conocer el origen y la historia que había detrás de cada horma que salía de su tambo.
“Quería que cada producto sea como una trompada para cada comensal. Que conozcan las raíces y la historia de cada queso de La Vigna. Eso quería trasmitir a cada cliente que elegía nuestros productos”, dice.
Y, en plena pandemia, sintió la necesidad de que esos croquis sueltos, esos dibujos y bocetos, esos ingredientes precisos y proporciones exactas queden documentados y se plasmen en un libro al alcance de todos los amantes queseros.
“Nunca presenté mis quesos en un concurso. Creo que no me tenía fe por más que la gente me insistía que lo haga. Sentía que eran muy diferentes al resto. Sí fui jurado en varios lugares pero nunca me animé a llevar mis productos”, expresa.
En tres largos años de escritura, investigación, recopilación de recetas y un sinfín de anécdotas se fue procesando el material. “La fermentación fue total. El proyecto se cocinó a fuego lento y cuajaron más de 400 páginas cargadas de innovación, pasión y mucho amor. Como una obra de arquitectura”, se regocija.
Para Battellini no es solo un libro sobre quesos, es la crónica de una familia que ha encontrado su lugar en el mundo. En detalle, está dividido en tres partes. A la primera la llamó el anteproyecto, donde está la historia del emprendimiento del matrimonio; a la segunda la denominó el proyecto que cuenta cómo se hacen 25 quesos de su autoría y como una obra de arquitectura, tiene planos, croquis y dibujos y; la tercera que se llama la obra contiene recetas de los mejores chefs donde la estrella del plato son sus productos: “Fue jugar con los dos mundos, el de la arquitectura y el de los quesos”.
Por sus tiempos acotados, no pudo asistir a Riad, en su representación fue el embajador de Uruguay en ese país. Pero desde su chacra recibió la mejor de las noticias: que su libro había ganado el primer premio “Best in the World” en la categoría Dairy & Cheese Books.
“Es como el Oscar de los libros de gastronomía. Todavía no termino de caer, fue un shock maravilloso, sumado a los interminables llamados de todos lados, felicitándonos y pidiéndonos traducciones en otros idiomas. Y ahora ¿qué? Este libro es como un hijo que nació, ahora es momento de disfrutarlo y mostrarlo orgulloso, obviamente sin descuidar mis quesos”, indica.
Para el futuro no se imagina mucho más allá. “Soy de mirar el presente y no programar. Siempre me dejé llevar por señales, olfateando hacia adonde ir. Nunca tuve miedo de dar cinco pasos para atrás para luego arrancar 10 hacia adelante. Soy muy espontáneo y siempre hice camino al andar. Creo que con ese rumbo continuaré”, finaliza.
Esta nota se publicó originalmente el 6 de diciembre de 2023
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