No hay que ser demasiado listo para darse cuenta del avance sistemático del Estado sobre la economía. El nuestro no es un caso aislado sino que es uno de los muchos que muestra la historia universal, y en América latina asistimos a renovados ejemplos de estatismo populista.
Los tiempos de la política son diferentes de los de las empresas privadas. Y cuando el populismo invade el sistema político, más aún. Para que el sector privado logre establecer una clara ventaja competitiva requiere de muchos años para elevar la calidad de las habilidades humanas, mejorar los productos y los procesos y la penetración de mercados. En la actividad rural y agroindustrial, por ejemplo, los tiempos requeridos hasta ver los resultados finales son notoriamente prolongados. Pero en la política, el tiempo se acelera. La visión de los políticos está determinada por el electoralismo. Y así la mayor parte de los gobernantes se focalizan en el corto plazo. Porque pocos son los estadistas.
Así las cosas, las políticas económicas buscan beneficios inmediatos, que suelen derivar en perjuicios de mediano largo plazo, pues apuntan a la oferta presente, aunque por ello se castigue al productor. El ejemplo del trigo y de la carne es claro. Porque socavan el espíritu emprendedor y desalientan la innovación.
En nuestro país, puede decirse que la experiencia estatista se originó en la década de 1930, como respuesta a la Gran Crisis, con resultados relativamente exitosos pues su aplicación sólo era de carácter excepcional, para superar una coyuntura. Pero tal experiencia no se interrumpió sino que creció en las décadas posteriores como bien lo grafica la creación del IAPI, una junta central de comercialización cuyas políticas de precios castigaron la producción de bienes exportables. En esos años, la economía nacional se basaba en empresas con un nivel artificial de rentabilidad y eficiencia sustentadas en una densa red de subsidios y prebendas, lo que permitía un crecimiento aunque parcial en producción pero no en productividad.
La década de 1940 buscó en el mercado interno la fuerza motriz para el desarrollo, y en un esquema más cerrado, con restricciones cambiarias y de importación, promovió el Estado empresario. Algo similar sucedió en buena parte de los 70. En los últimos años, tal matriz ha ido instalándose de nuevo. La fuerza de la década del 40 está irrumpiendo en la economía con su secuela de inflación creciente.
Los recientes antecedentes de expropiaciones o confiscaciones auguran que, en un programa de "vamos por todo", la comercialización de granos y de productos del agro en general enfrenta un horizonte donde la intervención estatal tendería a crecer, aún en desmedro de la productividad, y apuntando a favorecer el mercado interno y a incrementar los ingresos fiscales.
La muerte de Chávez deja un espacio. Su desaparición, más que aletargar el ímpetu intervencionista de la Presidenta, podría incrementarlo, y de esta forma el Gobierno todo tendería alinearse más todavía con la acción gubernamental de la Venezuela de los últimos años.
Este año será el tiempo de los grandes desafíos para los integrantes de la cadena agroindustrial. La mejor estrategia será la concientización en la sociedad toda de la imperiosa necesidad de crecimiento en el agro como forma de mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos. Como escribiera el reconocido economista Julio H. G. Olivera: "Dentro de un marco de crecimiento de los recursos productivos y de avance tecnológico, la industrialización no sólo es compatible con el aumento de la producción rural sino que en general depende de él a corto y largo plazo".
Habrá que ponerse a trabajar. Mucho más duro. Mediante la creación de estructuras y procesos sociopolíticos interactivos que estimulen la comunicación entre los actores involucrados y hacia la comunidad.
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