Los españoles lo denominaban colorado dorado y los araucanos piyaw kolü o pangaré colorado
El gaucho fue excelente conocedor de la gran cantidad de términos con los que se distinguen a los caballos, sea por su temperamento o especiales capacidades, sea por su pelaje. En uno u otro registro, el vocabulario es extenso y su adecuado manejo da cuenta de la particular sapiencia del hombre de campo.
Así, el gaucho manejaba un lenguaje propio habido de manera empírica sin ninguna intención clasificatoria, tarea que luego le cabría a los entendidos que, no sin polémicas a causa de la dificultad para dar nombre exacto a los colores y respetar localismos, dieron lugar a diferentes nóminas.
Desde luego, habremos de aceptar que la clasificación realizada por Emilio Solanet es la más aceptada y de mayor prestigio, además de ser la más completa, ya que en ella no sólo se consignan 14 tipos del color general del manto sino que, dentro de cada una de ellos, se estipula una considerable cantidad de variantes. Así el bayo, por ejemplo, cuenta con 10 versiones, pero no satisfecho, Solanet clasifica también los nombres a partir de detalles provenientes del cuerpo, de la cabeza y de los miembros. De ahí el pangaré, el lunarejo, el malacara, el lucero, el picazo, el argel, el calzado.
Cuando se habla de pelaje, es claro que se está atendiendo al color de la capa (que incluye crin y cola) y que, como anexo, existen matices diferenciadores especialmente en la cabeza y las patas, que, más allá del color de la capa, pueden determinar algunos nombres específicos para estos equinos.
Apunta también ese autor que los descendientes de los animales traídos por Pedro de Mendoza eran de pelo colorado, zainos negros o alazanes. Azara, en su libro de viajes, anota que aquí casi todos los caballos tenían pelo castaño o bayo oscuro. Tal característica debe haber dado lugar a que, en nuestra historia, los que montaron ciertos personajes destacados sean recordados, en principio, por presentar disparidades evidentes con esa generalidad. Así se conocen al rosillo de Belgrano, al malacara de Echagüe, al tordillo de Bruno Morón, hasta que, ya en el pasado siglo, trascienden nombres propios, como Maipú, también un tordillo perteneciente al general José Félix Uriburu.
Lo curioso es que, de las 14 tipologías de pelaje de Solanet, 13 tienen copiosas variantes, salvo el doradillo, al que los españoles llamaban colorado dorado y los araucanos piyaw kolü o pangaré colorado, y que es único. El suyo es un pelaje de este tono pero claro y con reflejos dorados o ligeramente amarillos. Según ese eminente investigador el término se aplicó desde la primera época colonial en el Río de la Plata y, asimismo, que, al igual que nosotros, los berberiscos estimaban mucho a los animales de ese pelo.
Tal vez sea por ese peculiar aprecio que el doradillo ha tenido, que figure tanto en poesías como en letras de milongas, así como en anécdotas históricas. Hilario Ascasubi, en el Santos Vega, nos dice: "Vamos, señor, al momento;/ ¿y ustéd va en su doradillo?/ ¡Ah, pingo! en ese potrillo/ yo le jugaría al viento".
Dentro de nuestra música campera, Carlos Adolfo Castello Luro con los versos y Atahualpa Yupanqui con la música, compusieron esa famosa milonga en la que se nombran 54 pelajes equinos, y en ella, justamente, el primero de la enumeración es el doradillo: "Tuve un lindo doradillo;/ salió de un monte con puerta/ medio charcón, lista tuerta/ y apenita de colmillo", en tanto que Alberto Merlo dedica otra milonga a El doradillo mentao.
Para completar la fama de este pelaje, dos mujeres de fama lo usaron para su monta: uno de esos doradillos fue el preferido de silla de Manuelita Rosas, de cola y crines largas, con el que se paseaba –según referencia expresada por monseñor Escurra en 1924– por San Benito de Palermo; otro era el que montaba la señora Carmen Machado de Deheza –"la heroína del Sur", en la rebelión de "los Libres"–, cuando acostumbraba salir de Chascomús.
El doradillo, como vemos, ha sabido conquistarse un lugar distinguido entre todos los pelajes.
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