Lucía Calogero, escritora del libro “Me importa un rábano”, que tiene recetas, se mudó con su familia en plena pandemia a un establecimiento rural en San Antonio de Areco, provincia de Buenos Aires; cría gallinas y rescata recetas de las abuelas
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CÓRDOBA.- Lucía Calogero es porteña, health coach en nutrición holística, licenciada en comercialización y con posgrado en construcción de marcas. Por más de 15 años trabajó en la industria alimenticia, en varias multinacionales, hasta que decidió dar un cambio en su profesión y en su vida, y se convirtió en productora de alimentos agroecológicos, junto a su familia, en San Antonio de Areco (Buenos Aires).
“Bien de la tierra” es el emprendimiento que la familia puso en marcha y su nombre responde a un “doble sentido”, cuenta Calogero a LA NACION. Por un lado, es un “bien” que la tierra que “nos da; lo ponemos en valor” y, por el otro lado, la referencia es que a todo lo que producen llega “bien” desde la tierra, que ellos mismos cultivan.
La idea del emprendimiento empezaron a gestarla en la pandemia, cuando vivían en CABA y decidieron irse al campo que tenían. En el 2021 ya se instalaron en San Antonio de Areco: “Teníamos 30 gallinas y ahora tenemos 1000. Fuimos muy de a poco. Empezamos a conectar con los ciclos de la naturaleza, comenzamos a investigar metodologías internacionales y optamos por un modelo canadiense y australiano de cría de gallinas”.
Así tienen gallinas de pastoreo rotativo, con gallineros móviles. Las aves, así, comen pastura todos los días y, cuando ese terreno en el que están “se pela”, el gallinero se mueve a otro sector. Además, plantea Calogero, de esa manera -en un campo chico como el de la familia- los animales “fertilizan” la tierra.
La decisión de empezar con gallinas y huevos se basó en que la familia “leyó y aprendió” que el huevo es el “segundo mejor alimento del mundo después de la leche materna”. Y, además, los deshechos de las aves son el principal fijador de nitrógeno de la tierra.
“Los huevos que dan nuestras gallinas -que son de distintas razas- son de todos colores; verdes, colorados celestes. A nosotros mismos nos sorprendía y más a los vecinos y amigos, que nos empezaron pedir comprarlos”.
Recetas
El segundo paso de Calogero fue hacer salsa de tomates con frutos agroecológicos y con una máquina artesanal y doméstica que compraron; usaron la receta de la abuela italiana de una amiga.
“Nos fue muy bien; a la gente le gustaba -relata-. Pusimos una colmena, vendimos la miel rápido porque era muy floral, muy como ‘las de antes’, las tradicionales. Empezamos a comprender que lo que era valioso para nosotros, lo era también para los demás”.
Hoy producen en el campo de 50 hectáreas pollos, corderos (tienen unos 300). Cuentan con una huerta para consumo propio y para elaborar algunos productos. Hacen harinas integrales y sin gluten.
“La filosofía es la de aprovechar todos los recursos; no se hace en función de lo que se vende más”, explica. Por ejemplo, con los huesos del cordero empezaron a hacer caldo, “una medicina natural ancestral”.
Calogero renunció a su puesto en una multinacional de la alimentación el día antes de que se decretara el cierre por la pandemia del Covid-19: “No tenía plan B y esto surgió después. Venía de la industria y me encuentro con la naturaleza, con sus tiempos, con otros ciclos”. Menciona que empezó a “profundizar” en los beneficios que tiene la producción natural, en su impacto en el organismo.
“No nos movemos desde una visión antiindustria; no somos fundamentalistas extremos -añade-. De hecho, vengo de la industria y hay mucho que está bien. Empecé a experimentar lo natural y está bien. Acá no se trata de apretar un botón y conseguir escala, se trata de aprovechar al máximo lo que nos da la tierra”.
En este contexto Calogero escribió su libro “Me importa un rábano”, que tiene recetas de “cocina práctica y nutritiva; mezcla productos industriales con los naturales. Ni rigurosamente todo natural ni descuidadamente todo procesado”, define.
A través de una gran cantidad de recetas que incorporan verduras o frutas, propone hacer foco en la variedad y no tomar conductas radicales, sino construir hábitos sostenibles en el tiempo. “La mayoría de nuestras abuelas cocinaban; pasamos de comer comida casera llena de nutrientes, a volcarnos a lo 100% procesado. Nos acostumbramos a abrir paquetes, perdiendo el valor de elaborar una comida casera”.
Por ejemplo, para las milanesas con el tradicional puré propone un puré verde de zapallitos, para incorporar más fibras o en vez de hervir la polenta en agua o en leche, hacerlo en un caldo de verduras.
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