En los orígenes de nuestro país, se llamó troperos a los encargados de conducir una tropa (conjunto) de carretas de un lugar a otro. Por extensión, dicho nombre se les asignó a los jinetes que conducían ganado en pie por caminos y rastrilladas. Con el tiempo, la época de los saladeros fue desapareciendo y a la llegada de matarifes y carniceros se usó la palabra resero (como derivación de res, animal vacuno) para designar al conductor de hacienda.
Más tarde hubo autores que los llamaron arrieros (Atahualpa Yupanqui en su canción “El arriero va”). Arriero viene de arreador, especie de látigo largo criollo, primo del rebenque, que usaba el gaucho para apurar animales ya sea al paso o de la yunta de un vehículo y de ahí deviene deformado, el verbo arriar, empujar, llevar con el arriador.
Testimonios de estos solitarios trabajadores rurales podemos encontrar en Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes; en Cuentos de reseros de Elías Cárpena y Las veladas del Tropero, de Godofredo Daireaux.
Esta profesión trashumante de trasladar animales propios o ajenos, ya sea por razones de pastoreo o ir al lugar de la venta, con los años fue desapareciendo. El alambrado (ya las tierras no eran libres y solo se podía circular por caminos), la llegada del ferrocarril y el camión jaula, la inseguridad de circular por caminos y rutas con haciendo suelta y por último, la falta de mano de obra calificada, han terminado de sellar su suerte y hoy se la considera una profesión (de dedicación exclusiva) prácticamente extinguida.
La actividad solo perdura cuando se mueven animales de un potrero a otro, (eso no es un arreo propiamente dicho) y en zonas inhóspitas o aisladas donde es una práctica aún vigente en escala chica (baja los costos de flete) y habitualmente desarrollada directamente por los propietarios de la hacienda.
Era un oficio duro, se viajaba montado, se dormía bajo las estrellas con el recado de cama y se comía lo poco que había disponible. Se soportaban lluvia, frío o calor, aunque para estos menesteres, por lo general se elegían las mejores épocas del año y clima. Se llevaban caballos de recambio.
La pava colgaba de la cincha del recado y el asador (esa varilla de hierro de donde se colgaba la carne para asar) iba entre las caronas o jergas. Una bolsa con yerba, mate, bombilla, algo de ropa y no mucho más. Un trabajo taciturno, nómade y un tanto monótono.
Para transportar los animales (vacas, toros, novillos, etc.) se disponían jinetes en la punta del arreo (guías que marcaban el camino y el paso, además de evitar que se apuraran, atropellaran o desbandaran) a los costados laderos para ir recogiendo a los remolones o ariscos que se abrían de la tropa y a la retaguardia los que iban empujando la marcha. Una vez acostumbrados los animales y establecido el sentimiento de unidad al grupo, la marcha se facilitaba. Podía haber algún animal guía ya sea por sus condiciones de liderazgo o en el caso de una tropilla de caballos, la yegua madrina. Eran fundamentales una marcha continua y la presencia de pastos y agua. De noche se hacía un alto y hombres y hacienda descansaban.
Como recitan los versos finales de Don Atahualpa:
“Amalaya la noche traiga un recuerdo,
Que haga menos peso mi soledad,
Como sombra en la sombra por esos cerros,
El arriero va, el arriero va….”