Las regulaciones excesivas con la excusa del cuidado ambiental pueden despertar respuestas con efectos políticos impensados; en la provincia argentina prevén una pérdida millonaria de ingresos por una norma que está por reglamentarse
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Hay una provincia que está dispuesta a pegarse un tiro en el pie. Se encamina a terminar con el sector más dinámico de su economía. Es toda una rareza en tiempos en que el país necesita crecer para terminar con el atraso.
La provincia en cuestión es La Pampa, donde el gobierno provincial quiere poner en marcha una ley de “gestión integral de plaguicidas” de 2020, de inminente reglamentación. Básicamente establece una distancia mínima de aplicaciones de fitosanitarios desde las áreas urbanas de 500 metros cuando sean terrestres y de 3000 metros para las aéreas. Pero además, obliga a productores, técnicos y contratistas a cumplir tantos requisitos para llevar a cabo los trabajos de cuidado de los cultivos que prácticamente es imposible mover una simple pulverizadora sin el permiso del Estado. “Es un sistema soviético”, coinciden los productores.
Según cálculos que manejan las entidades rurales pampeanas, el régimen afectaría a unas 210.000 hectáreas de toda la provincia, lo que equivale al 10% de la producción provincial. En términos económicos, calculan que la merma de facturación en la actividad agrícola podría superar los 276,3 mil millones. El daño podría ser mayor, porque en semejante ambiente regulatorio, es obvio que los incentivos para producir no existen.
“Criminaliza la producción”, explica Andrés González, dirigente de la Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa (Carbap) y vocal de la Sociedad Rural de General Pico.
Esta semana, todas las entidades de la cadena agrícola dieron un portazo en una reunión con la ministra de Producción de la provincia, Fernanda González, en rechazo de la reglamentación de la norma que busca llevar adelante el gobierno de Sergio Ziliotto.
González dice que el tema no es nuevo, que desde 2016 se trabaja en la actualización de una norma de 1989 y que finalmente se dictó en 2020. “No tomaron ninguna de nuestras sugerencias, no decimos que tienen que hacer todo lo que proponemos, pero sí tomar en cuenta las observaciones que hacemos”, afirma.
Además de la fijación de una distancia absurda de aplicación de los centros urbanos como los 500 metros, la reglamentación también comprende en ese espacio a los cursos y espejos de agua. “Un cálculo que hicimos en Quemú Quemú en 2017 daba que en el 50% de la superficie agrícola del partido no se podía sembrar”, dice González. Otra disposición que linda con lo absurdo es que los productores y contratistas tienen que pedir permiso al Estado en las zonas comprendidas por la reglamentación cada vez que quieren hacer una aplicación. “La Pampa impuso la guía para granos y no dejan salir camiones si llegan a encontrar una deuda por el impuesto inmobiliario o ingresos brutos”, recuerda el productor. Como si eso fuera poco, además el profesional habilitante, tiene que estar presente un “asistente fitosanitario” que certifique la aplicación.
“Con la Red de Buenas Prácticas Agrícolas (BPA) hicimos demostraciones en la provincia que dieron como resultado que la deriva en aplicaciones terrestres podía llegar a apenas 9,7 metros y en aéreas 40,3 metros”, sostiene.
Esta semana, las entidades rurales, técnicas y profesionales de La Pampa expresaron en un comunicado que la reglamentación de la norma, de no modificarse, lleva a “Incrementar hasta lo imposible la carga burocrática innecesariamente; atentar contra el derecho a la propiedad privada que está amparado por las Constituciones Nacional y Provincial; criminalizar la actividad agropecuaria, e impactar fuertemente en los productores agropecuarios pampeanos, muy especialmente en los de menor infraestructura administrativa”.
Muy lejos de La Pampa, en el estado norteamericano de Pensilvania, hay un ejemplo de lo que puede pasar cuando el Estado se excede en sus funciones de control. Allí vive una comunidad religiosa amish dedicada a la producción agropecuaria que fue acosada por las autoridades sanitarias nacionales porque elabora leche cruda. El símbolo de esa pelea fue la granja orgánica Amos Miller. Cansados del hostigamiento, los amish de ese estado clave para asegurar el triunfo del partido Republicano en los comicios presidenciales se movilizaron masivamente con sus carros y sus caballos para acudir a los centros de votación. Y no lo hicieron por la candidata demócrata Kamala Harris, precisamente.
Es cierto que el agro argentino no tiene el mismo peso electoral de todos los tipos de farmers que hay en los Estados Unidos, desde los menos hasta los más tecnificados. Sin embargo, alguna vez podría tenerlo. Eso deberían empezar a tener en cuenta los políticos que van contra el campo.