Nuestros ranchos forman parte de la primera arquitectura, variando según el lugar en lo que eran sus materiales de construcción. Era generalmente el ancho rectángulo de sus paredes de adobe, cubierto con un techo de quincha a dos aguas, necesario para las copiosas lluvias, fuertes vientos o grandes fríos, que vamos a comentar de acuerdo al valioso testimonio de los viajeros que los vieron en su momento. Muchas veces en la tradicional Exposición Rural de Palermo algunos stands se han inspirado en estas edificaciones para mostrar sus productos, llegando así a conocerse en la ciudad algo semejante a lo que fueron en su tiempo.
Uno de los más antiguos testimonios es el del sacerdote jesuita Justo Van Suerck, natural de Amberes, que en 1629 escribió sus impresiones sobre aquel Buenos Aires y sus alrededores: “Las iglesias y las casas, sin excepción, son todas de barro y están techadas con paja… no hay ningún pavimento. Se ignora lo que es una ventana de vidrio; ni siquiera las hay de tela o papel; no hay sótanos ni bodegas, ni tampoco obras de carpintería. No se emplean las escaleras, puesto que las casas son de una planta”.
Dos décadas después el francés Acarette du Biscay, afirmaba lo mismo en cuanto al material de paredes y techos, “porque hay poca piedra en todas estas regiones hasta el Perú… todas las habitaciones son muy espaciosas”; destacando que en la ciudad y los suburbios “tienen grandes patios y detrás de las casas amplias huertas, llenas de naranjos, limoneros, higueras, manzanos, perales y otros frutales, con abundancia de hortalizas, zapallos, cebollas, ajo, lechuga, alverjas y habas; y especialmente sus melones son excelentes, pues la tierra es muy fértil y buena”.
En 1729 un viajero observó en Montevideo cuarenta ranchos de cuero y sólo dos casas de material. Lo mismo le sucedió al R.P Carlos Gervasoni también jesuita, que habla del desolado paisaje, con casas todas de paja, forradas por fuera con cueros y con sus techos cubiertos de paja. No fue menor la desazón de su compañero de viaje el R.P. Carlos Cattáneo que observó la casa del obispo levantada con barro y no de ladrillos, como suponía le correspondía por su rango eclesiástico.
Fue Concolorvo en su Lazarillo, de 1773 que hace los mismos comentarios, incluyendo la huerta, para apuntar después: “aseguran los habitantes, así europeos como criollos, que producen muchas y buenas uvas. Este adorno es únicamente propio de las casas de campaña, y aún de estas se desterró de los colonos pulidos, por la multitud de animalitos perjudiciales que se crían en ellas y se comunican a las casas”.
Sencillez
Don Félix de Azara en su Descripción e Historia de 1784, destacó a los que vivían en el campo. “Me parecen más sencillos y dóciles que los ciudadanos, y que no alimentan aquel odio terrible contra la Europa. Sus casas, por lo general, son unos ranchos o hozas desparramadas por los campos, bajas y cubiertas de paja, con las paredes de palos verticales juntos clavados en tierra, y tapados sus clavos con barro. Las más carecen de puertas y ventanas de tabla, y las cierran con pieles cuando les incomoda el aire o el frío”.
Prosigue con esta interesante descripción del interior: “es general no haber más muebles que un barril para llevar el agua, un cuerno para beberla, asadores de palo para la carne y una chocolatera para calentar el agua del mate. Para hacer caldo a un enfermo, he visto poner pedacitos de carne en un cuerno y rodearle de rescoldo, hasta que hervía. No es común tener alguna olla y un plato grande con alguna silla o banquillo, porque se sientas sobre sus talones o sobre una calavera de vaca. Comúnmente duermen sobre el suelo sobre una piel, aunque otros arman su cama, que se reduce a un bastidor hecho de cuatro palos, atados a cuatro estacas o pies con una piel encima, sin colchón, ni sábanas ni almohada, pero en el Paraguay se ven algunas hamacas. No comen sino carme asada en un palo, y para esto suelen esperar hora, ni unos ni a otros, ni beben hasta haber comido. Entonces no teniendo mesa, mantel, ni servilleta, se limpian la boca en el mango del cuchillo, y enseguida a este y los dedos en las botas. No gustan de las aves, y poco de la ternera, aun de la vaca apenas comen sino las costillas, la entrepierna y lo que llaman matambre que es la carne que cubre el vientre; arrojan el resto, atrayendo a las cercanías de la casa muchos pájaros, y la grande corrupción que engendra infinitas moscas, escarabajos y mal olor. “.
Vayan estos datos para continuar en algún momento con otros testimonios del siglo XIX, tiempos de los que José Hernández recordara: “Yo he conocido esta tierra / en que el paisano vivía / y su ranchito tenía / y sus hijos y mujer / era una delicia ver / como pasaba sus días”.
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