Tenía 30 años Florian Paucke de la Compañía de Jesús, cuando llegó a Buenos Aires el primer día de 1749 y después de estar un tiempo en la ciudad, siguió al interior, pasó por Córdoba y Santiago del Estero y trabajó entre los indios mocovíes largos años. Dejó numerosos manuscritos y dibujos que fueron editados en tres tomos por la Universidad de Tucumán gracias al mecenazgo de Ricardo W. Staud entre 1942 y 1944.
Muchos de sus comentarios han permanecido olvidados, máxime que el libro que comentamos es prácticamente inhallable. Por ello vale la pena dar a conocer esta impresión del sacerdote sobre el pueblo de Luján, donde se encontraba la famosa imagen de la Virgen, cuando pasó a mediados de 1749 por allí y de su recorrida por nuestra pampa.
“Al fin llegamos a un lugar donde hay una imagen llena de gracia de la Madre de Dios. Era una villa de nombre Luján, la habitan sólo los españoles y ahí es de ver una grande y bella iglesia. Dista de Buenos Aires veinte leguas. Nosotros hicimos allí nuestra devoción, adquirimos alguna provisión de carneros para nuestro viaje ulterior y después de terminado el almuerzo proseguimos nuestro camino”. La sagrada imagen convocaba bastante gente y después de unas horas la tropa de carretas prosiguió su viaje. Cuando hace casi dos siglos en 1824 pasó por allí el canónigo José Mastai Ferreti que habría de ser después Pio XI, manifestó sobre el templo: “La iglesia de Luján tiene su cúpula y es suficientemente grande”.
La descripción de la pampa es muy interesante. “Marchamos durante siete días y noches enteras sin que viéramos alguna persona ni vivienda. Mirábamos por un campo llano, extenso y ancho que debe deleitar la vista del hombre; era tan parejo como el mar cuando está tranquilo, no era de verse arbolito alguno; todo el campo no tenía otra hierba que puro trébol. No se encontraba ni una gota de agua ni sitio alguno que pudiera tener agua. Este campo llano es muy inseguro para cruzarlo por las correrías de los indios Pampas, Puelches, Serranos y Aucaes [indómitos]. Los españoles limpiaron sus fusiles y los prepararon contra los indios. Para nosotros ya era demasiado fatigoso el viajar en este carro de continuas sacudidas. Hubiéramos montado de muy buen grado sobre los caballos, de los que teníamos suficientes, hasta decir muchísimos, con nosotros, pero faltaban los arreos y las sillas de montar”.
Paucke dice que “no pude aguantar más, sobre todo cuando vi un campo tan lindo y no podía desde la carreta contemplar esta linda región. Yo tenía un cojín de cuero que me servía de almohada, me empeñé en conseguir una cincha y me hice ensillar con este cojín el caballo; en la cincha me aseguré a ambos lados un correón que debía servirme para estribo. El freno con que goberné al caballo fue a su vez un correón atado a la boca del caballo. Monté y partí. Mi ejemplo movió a otros compañeros a hacer lo mismo, a aprestar sus caballos y seguirme. No hacía mucho que yo había cabalgado solo hacia adelante cuando ya vi tras de mi a doce franciscanos que viajaban con nosotros a Córdoba a proseguir sus estudios”. Sólo uno de ellos era sacerdote fray Pedro de la Huerta, el resto eran coristas y soldados desertores de los portugueses que habían encontrado en la pobreza de los hijos de San Francisco menos peligros que en el frente de combate.
“Yo vi - prosigue Paucke- que todos tenían completos sus arreos de montar; al final de estos seguían quince jinetes negros que estaban sentados a caballo con bastante gracia, al igual que yo nos seguían con toda prisa, todos estos eran jesuitas, en parte sacerdotes, en parte aún jóvenes estudiantes. Así contábamos ya veintiocho montados a caballo; si hubiéramos encontrado indios, hubieran mirado bien”.
Estos religiosos de a caballo tuvieron digamos “un Dios aparte” o los protegió la “Virgen Gaucha” porque al parecer no sufrieron ninguna de las frecuentes rodadas en las vizcacheras de nuestro campo.
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