Eduardo Gutiérrez, autor de Juan Moreira, describió en un libro cómo vivían los soldados en los fortines
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Eduardo Gutiérrez (1851-1889) autor, entre otras, de la novela gaucha Juan Moreira, obra escrita “con estilo periodístico, con probidad industrial y casi sin variar los ingredientes”, según la apreciación de Arturo Berenguer Carisomo, ha dejado un singular libro titulado Croquis y siluetas militares, cuyo subtítulo rezaba: “Escenas contemporáneas de nuestros campamentos”.
En el libro desfilaban destacados y anónimos jefes militares, soldados de coraje, escenas de costumbres y, ciertamente, el humorismo.
“La vida de frontera” se titula uno de aquellos croquis y siluetas, vida que valía la enorme diferencia entre dejar una cama abrigada a las nueve de la mañana, “y salir entre los pobres ponchos al primer vislumbre del día sobre una escarcha tremenda y bajo un rocío glacial”.
Con o sin la presencia del enemigo, el soldado se levantaba a diana, limpiaba sus armas y hacía su ejercicio. Mal alimentado, escaso de leña, su sueldo iba al pulpero, que le fiaba “con vale del oficial y a veinte veces el precio de cada cosa”.
Pero mucho más penoso que el servicio de las fronteras era el servicio de fortines, donde por momentos la vida se hacía “positivamente inaguantable” en aquellos meses dentro de una especie de presidio en forma de “ranchito mezquino con un foso por toda defensa”, y con sólo la cara humana de cuatro soldados y un oficial. Advertía Gutiérrez que los cuerpos de línea eran remontados con indios pampas, vagos y hasta con criminales. Y como el oficial temiese por su vida, apenas se atrevía a dormir a intervalos plagados de sobresaltos.
Llegada la hora de procurarse la ración, el jefe debía optar por morir de hambre con sus soldados o enviarlos a bolear algún animal en el campo, con el consiguiente espanto de que los pocos milicos desertasen. La caballería disponía del “recao”, equipaje que era manta, almohada, cama y mesa. Al presentarse el combate cada uno tomaba uno de los caballos de refresco y lo montaba en pelo. Y a los corcoveos del animal seguía su dominio por el jinete firme y atento.
En cierta oportunidad el coronel Lagos, comandante del regimiento 2 de caballería, solicitó del cacique Coliqueo, instalado en la tapera de Díaz, caballos para seguir con la persecución del enemigo. Soldados y oficiales fueron provistos de bestias magníficas y gordas. Al golpe del rebenque, “salieron los mancarrones como una manada de diablos, corcoveando el uno, dándose contra el suelo el otro y queriéndose empacar los demás”. Parecía que cada pingo tenía una gruesa de cohetes en la cola, pero resultaba imposible cambiar esos “potros” sin que las acciones militares se trocasen en fracaso. “Y aquel regimiento -concluye el autor su relato-, domando, y sin que hubiera caído un solo soldado, al otro día alcanzaba al enemigo, llevando caballos hechos de los que la tarde anterior eran potros”.
El relato pretendía mostrar “un ligero bosquejo de la vida militar en la frontera” con la pluma puesta en quienes creían que tales milicos eran sólo unos “rascapanzas”.
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