En 1902 , la imprenta de Juan A. Alsina editó de Manuel Bilbao “Buenos Aires. Desde su fundación hasta nuestros días”, libro de historia centrado especialmente en el período comprendido entre los siglos XVIII y XIX. El interesante volumen iba precedido de una carta de Vicente Fidel López.
“La lectura de numerosas obras y publicaciones sobre Buenos Aires me indujeron a escribir este libro”, apuntó Bilbao. Y continuó: “En esta obra encontrará el lector mucho que no se ha publicado, fruto de la tradición de familia y de conocimientos propios del autor”.
En uno de los capítulos dedicado al antiguo Buenos Aires, aldea colonial caracterizada por sus techos de teja y sus zanjones navegables en días de lluvia, se cuentan los oficios ejercidos por los criollos, todos buenos plateros y lomilleros, es decir fabricantes de lomillos o sillas de montar. Otras varias ocupaciones eran hacer chapas, objetos de metal y hasta jabones.
Los medios de transporte en la ciudad porteña habían sido hasta 1830 las carretas y carretillas a la cincha. Posteriormente aparecieron los carros con elástico tirados por caballos.
Ranchos de paja y adobe fueron las primeras construcciones de la Ciudad. Sus paredes, anchísimas, tenían entre medio metro y un metro.
“La cocina criolla de nuestros abuelos no tenía los recursos de la culinaria moderna ni contaba con los elementos de esta”, escribió Bilbao. Los platos predilectos de aquellos recordados siglos consistían en puchero con garbanzos y salsa de tomate, asado, humita, sábalo de río, pavos, perdices, carbonada, pastelitos de frutos, pastel de choclo, locro.
De las empanadas cordobesas memoró “su sabroso picadillo de carne y cebolla”. Algunos de estos manjares aparecen en las tristes lamentaciones del gaucho Martín Fierro al recordar, al igual que Dante, tiempos felices en la miseria: “Venía la carne con cuero,/La sabrosa carbonada,/Mazamorra bien pisada,/Los pasteles y el güen vino”. En cuanto a los postres, arroz con leche y canela, orejones de durazno, tortas fritas y dulces de tomate, batata y zapallo.
El texto de Bilbao se divide en 152 capítulos, que recorren los antiguos barrios porteños. Hubo entonces casas y quintas famosas. Entre “las quintas de antaño” aparecía en el Retiro la de Ladislao Martínez (1822), poseedora de “toda clase de verduras”.
Los saladeros se establecieron en Barracas, en las márgenes del Riachuelo. En sus establecimientos se hacía el tasajo, exportado en cantidades al Brasil. En el capítulo titulado “El comercio de la carne”, el autor acusa a los matarifes de ser “los árbitros en las compras y ventas de haciendas, imponiéndose, no sólo a los carniceros y consignatarios, sino también a los estancieros”. De manera tácita se llegaba a establecer que ningún consignatario pudiese comprar hacienda a personas y compañías ajenas al gremio. Los estancieros quedaban así privados de la defensa de sus intereses por hacerse las ventas en secreto y sin su intervención.
El doctor Vicente Fidel López juzgó el trabajo que prologaba como meritorio, útil y bien calculado.
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