Si la brutal frenada de la economía global por el efecto de la pandemia de coronavirus no se puede controlar y se expande con un efecto dominó, el mundo podría ser arrastrado a un ajuste sin precedentes desde la depresión de 1930.
No solo por la magnitud y velocidad de los eventos, sino también porque coincide con los mercados financieros que estaban inmersos en otra exuberancia irracional, fogoneada por el exceso de liquidez y tasas de interés mínimas, pero que esta vez no impacta en el mercado inmobiliario, como en la crisis de 2008, sino en las empresas.
En los Estados Unidos, a fines de 2019 el endeudamiento de las empresas rompía el récord del 75% del PBI, mientras que el índice de capitalización bursátil respecto al PBI también alcanzaba el récord histórico del 151%.
Pero la pandemia ya deja de ser un cisne negro para convertirse en un dardo envenenado para la economía global, cuyo alcance y profundidad son todavía inciertos.
Con el mundo virtualmente parado, el primero en sufrirlo es el turismo (hoteles, aerolíneas, cruceros), un sector que representa el 10% del producto bruto global, pero que también impacta a restaurantes, entretenimiento o automotrices.
Solo por nombrar algunas firmas, American Airlines, Cirque du Soleil, o Ford -esta última cayendo a categoría de bono basura-, sufren de estrés financiero.
También empresas del sector energético, sobre todo en petróleo no convencional, por la caída en más del 50% en el precio del crudo, que hace inviable el negocio a muchas empresas del sector, incluyendo a las de Vaca Muerta.
Además, millones de personas perderán su empleo y no podrán pagar sus hipotecas o tarjetas de crédito, impactando también en el sistema financiero, que anticipa un tsunami de defaults, sobre todo corporativos.
Con este panorama, así como el distanciamiento social minimiza los contagios entre personas, los ministerios de finanzas y bancos centrales de diferentes países lanzan paquetes de medidas sin precedentes buscando mitigar el efecto en cadena del cierre masivo de empresas, un aumento abrupto del desempleo y la inestabilidad social.
No todos los países enfrentan la pandemia de la misma manera ni tienen los mismos recursos financieros para paliar la economía.
Corea del Sur o Israel, por ejemplo, que aplicaron un control epidemiológico efectivo, cuentan además con finanzas sanas que les permitirían inyectar recursos para estimular su economía, si fuese necesario.
Otros, como Brasil, a pesar de contar con menores recursos financieros y más de diez millones de personas viviendo en favelas, optó por su economía, teniendo en cuenta sus cincuenta y cinco millones de habitantes que viven en la pobreza y el día a día.
La Argentina priorizó el aspecto sanitario, asumiendo el riesgo de que se profundice la recesión, de no poder controlar la pandemia por el hacinamiento en barrios carenciados y a que sin superávit fiscal, acceso al endeudamiento ni reservas suficientes, solo le quede la emisión monetaria para mantener a flote a pymes, comercios y sobre todo, al segmento más vulnerable de la población.
En este combo de mayores gastos y caída de ingresos fiscales, las presiones por recursos que tendrá el gobierno serán enormes, pudiendo caer en la tentación (y error) de exigirle aún más al complejo agroalimentario.
Si bien el gremialismo rural no tiene el peso de sus pares de Brasil, Australia o Estados Unidos, ni el lobby de los laboratorios, de los petroleros, o incluso del líder de los camioneros, la verdadera fuerza de los productores surge de sus bases y autoconvocados, ya en máxima alerta por una situación financiera ajustada y una presión fiscal insoportable.
Pero así como políticos, científicos, académicos y tantos otros dejan sus diferencias de lado y se concentran en trabajar en forma coordinada para combatir la pandemia, podríamos aprovechar la mayor conciencia social que nos impone esta crisis para generar nuevos liderazgos que diseñen e implementen una política agroindustrial que nos saque a flote.
El autor es socio de Grupo Agrarius (www.grupoagrarius.com)
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