Como administrador de su campo y delegado en la frontera mostró grandes conocimientos sobre el sector
El 15 de septiembre de 1759, hace dos siglos y medio nació en la Hacienda La Fombera, cerca del Valle Imperial de Potosí, el famoso patriota don Cornelio de Saavedra.
Su personalidad es conocida como presidente de la Junta de Mayo de 1810, como primer jefe de la Legión de Patricios Voluntarios Urbanos, y también por sus polémicas con el también Mariano Moreno.
Sin embargo, don Cornelio estuvo siempre vinculado a la actividad rural, con buenos resultados económicos.
En Buenos Aires fue propietario de la calera de los franciscanos, en la que sembraba dos potreros con alfalfa, para lo que contaba con 8 esclavos para el trabajo, y el rédito era suficiente para su mantenimiento.
Su ingreso al Gobierno en 1810 le produjo el menoscabo en sus fincas y disminuyó la producción de su establecimiento, que en algo pudo compensar con los sueldos que percibía por sus servicios.
En octubre de 1810, durante su mandato, llegó al puerto de la Ensenada la fragata inglesa Lady Gambere, a cargo del capitán Raed, con sal, suelas y herramientas para establecer el primer saladero de carnes industrial, propiedad de los súbditos ingleses Staples y Niele.
Uno de los graves problemas era la falta de peones en los campos, no porque faltaran, sino porque era mucha la vagancia y no querían conchabarse, y escapaban a las partidas que los perseguían.
Algunos de estos sujetos tan poco aficionados al trabajo exhibían papeles falsos como enganchados al servicio de las armas.
Como la cosecha de 1810 era muy abundante, acechaba además el peligro de no poder recogerse, porque los santiagueños, cordobeses y puntanos que bajaban a contribuir con su trabajo como era costumbre, se habían ahuyentado temerosos de ser incomodados con levas o reclutas.
Por esa razón se le pidió a las autoridades de Córdoba, Santiago del Estero y la Punta de San Luis invitaran a concurrir a la cosecha a los suyos, munidos de la correspondiente papeleta que les evitara cualquier molestia.
Después de la persecución que le tocó vivir y repuesto en su empleo, el 25 de enero de 1819 el director José Rondeau lo designó Delegado Directorial en la frontera, con destino en la Villa de Luján.
Saavedra, conocedor de los problemas del campo como pocos en ese momento, resultó la persona indicada para cumplir con esa tarea.
Las guerras habían disminuido la mano de obra, numerosos desertores asolaban los campos, los ataques de los indios eran un problema recurrente. Por eso, Saavedra tomó contacto y recorrió los fortines comprobando con sus propios ojos la dura realidad.
Inmediatamente, Saavedra dispuso que quien no tuviera propiedad legítima, "o arbitrio honesto de que subsistir", debía buscar en quince días un patrón a quien servir, en el concepto de que de no hacerlo sería reputado por vago.
No era menor el problema sanitario, por lo que dispuso que un vacunador recorriera toda la frontera inmunizando a las gentes del grave flagelo de la viruela.
El problema del abigeato
Además, los comandantes se quejaban de la falta de escuelas y también de los robos de ganado, por lo que ordenó que al que fuera atrapado robando hacienda se le dieran 29 azotes, más allá de seguir con el sumario correspondiente.
Por otra parte, para regularizar la informalidad con que se extraía para la capital el ganado de abasto, cueros, grasa, cebo y demás frutos que producían los establecimientos, se ordenó que el propietario debería dar al comprador un certificado expresivo del número de animales, cueros, y del peso o porción de las otras especies que le venda, certificándolo el Alcalde.
En caso de ser encontrado sin dicho papel o guía como hoy se conoce, la carga sería decomisada y vendida en subasta pública.
Por herencia de su suegro, don José Antonio de Otálora recibió unas tierras en el Rincón de Areco y en la costa del Paraná.
Al momento de testar, la propiedad estaba poblada con un buen número de cabezas de ganado, 100 yeguarizos (entre machos y hembras) y 13 caballos de trabajo, más 80 mulas y 100 burros.
En 1828, deseoso de mantener el interés por la producción del campo, entregaron con su esposa a sus hijos Dominga, Mariano y Francisco de la marcación de ese año 333 terneros a cada uno.
Igualmente les ofrecieron yeguas y potros domados, los que después de "caídos los cardales" debían separarse de la hacienda principal y cuidarlos por separado.
Tanto fue su cariño a la tierra, que en su testamento pidió que de morir en la estancia familiar del Rincón de Cabrera, su cuerpo se depositara en la cercana parroquia de Exaltación de la Cruz.
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