En el Día del Martillero, Gervasio Sáenz Valiente, con cuatro décadas de oficio, desde niño siempre tuvo en claro que quería seguir los pasos de su padre
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El remate debe comenzar. El martillero Gervasio Sáenz Valiente, el gordo, como todos lo conocen, sube uno a uno los peldaños del atril. Mientras aguarda que le acerquen la carpeta con el orden de ventas, como siempre y para calmar los nervios, revolea 360 grados su martillo. Sabe que no es un remate más. La liquidación de ese tambo al que vio nacer deberá salir impecable.
Solo esa templanza que logró moldear en casi 40 años de oficio, lo acompaña en estos momentos previos. El silencio en las tribunas expectantes y repletas de gente, deja pasar los mugidos de las vacas que vienen de los corrales lejanos. Desde niño que Sáenz Valiente, hoy con 60 años, tuvo en claro que quería trabajar en esto.
“Recuerdo una vuelta cuando tenía 12 años, estaba en la Rural de Palermo y papá, que trabajaba en ese entonces para la casa Bullrich, estaba a punto de rematar la raza Holando. Yo, que lo admiraba mucho, lo observaba desde abajo y ahí fue justo cuando entendí que quería ser esto el resto de mi vida. Quería estar ahí, en ese lugar, rematando esos animales, contándole a la gente de las virtudes de cada ejemplar que entraba a la pista”, cuenta a LA NACION.
“Don Ignacio”, como conocían a su padre (que en el 1978 se abrió camino junto a su hermano Guillermo y otros socios y fundaron una nueva casa consignataria), le anticipó que, “si quería dedicarse a eso, debía prepararse”.
Así que emprendió un largo camino. Muchas veces se encerraba en su habitación y frente al espejo de la cómoda practicaba cómo hablar frente a la gente. También iba a cuanto remate había en las ferias del interior para copiar gestos, sacar tips e incorporar el lenguaje de ese métier. “Todo el tiempo, papá me repetía: ‘pare, mire y escuche, hijo’. Y yo cada palabra que me decía lo tomaba como aprendizaje”, describe.
Pero las cosas no fueron fáciles para “el gordo”; luego de deambular por varios colegios secundarios recibió su título en una escuela nocturna, ya vestido de soldado, durante el servicio militar. Y después, con gran esfuerzo, a los 22 años llegaría el “preciado título de martillero”, donde al año siguiente sería su momento más sublime: rematar en Palermo.
“Era rematar gallinas, sí gallinas, aves, pero era la Exposición de Palermo. Era lo máximo para mí. Estaba arriba del atril muy nervioso y quería que mi padre estuviera ahí mirándome, dándome aliento y trasmitiéndome tranquilidad. Lo buscaba en la tribuna, tratando de encontrarlo. Aún hoy me acuerdo ese gran momento en mi vida”, dice.
Según describe, lo que más disfruta de su trabajo es el desafío permanente que se le presenta día a día cuando tiene que salir airoso de que cada remate. Lo vive como una batalla, así lo siente. Lo suyo “es un arte” y así decide vivirlo.
Para esto estudió canto, teatro y oratoria. Así, cuando martilla, más allá de las relaciones comerciales, busca generar un clima, hace chistes e interactúa con el público, tratando de que la gente se prenda en el juego, “midiendo la temperatura del remate”. En el ambiente, no es un martillero más. Según dicen, rompió el molde por la manera de comunicarse con el público. Con su estilo locuaz, ameno y simpático, en cada remate entabla un diálogo cómplice, donde las anécdotas nunca faltan.
“Cuando estoy en el escritorio, imagino tácticas de seducción de público. Es un eterno señuelo que tengo que construir para atraer a mi público y que compre lo que le estoy ofreciendo”, afirma.
Muchas veces no remata solo, lo hace en conjunto con su hermano Fernando. Ese dúo conocido como “los gordos”, es muy popular en el ambiente ganadero y juntos hacen una dinámica distinta a los tradicionales remates. ”Somos pioneros”, acota.
La vida de martillero rural no es sencilla: más de 12.000 kilómetros recorridos al mes, camas distintas todas las noches, no estar presentes en actos escolares ni cumpleaños y, donde la camioneta se convierte en su templo y en su psicóloga de millones de pensamientos que se repiten en voz alta.
Para el consignatario, su gran instrumento es el martillo, no solo porque le sirve para ir llevando la operación y terminarla, sino que le ayuda a manejar su ansiedad. “Como a Churchill con sus piedritas en el bolsillo, disipo mis nervios entre revoleo y revoleo. Además, la energía me corre por las manos”, dice.
Pero no solo en ganadería trabaja, en decenas de oportunidades es llamado para subastas a beneficio de fundaciones, donde remata antigüedades, platería criolla, obras de arte. “El remate a beneficio que más me gustó fue el Cow Parade, donde se remataban esculturas de vacas en tamaño real pintadas por grandes artistas como Marta Minujín. La gente que fue era exótica, un contraste importante para el mundo en el que habitualmente me muevo”, explica.
Meses atrás, en Facebook, el exproductor tambero Horacio Larrea destacó la labor del martillero: “Gervasio ha dejado su propia huella en la historia del Holando y el reconocimiento de todos quienes lo conocemos, lo que se ha ganado a fuerza de dedicación, trabajo y carisma. Hoy puede decir con orgullo que cumplió con creces con aquel legado que le dejara su padre cuando, con la grandeza de los verdaderamente grandes, le dejó lugar a su pichón para que ande su propio camino”.
La tarde va cayendo, se fue el último lote de la pista y el remate ha sido un éxito. Su sonrisa así lo muestra. Solo queda el regreso a casa, allí lo espera su familia. Ya no están sus cigarrillos, solo queda el martillo en la guantera y sus pensamientos, sus eternos compañeros de ruta.
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