La vuelta del malón, de Angel Delavalle, expone con genial crudeza una dicotomía que aún persiste
Quien visite el sector de pintura argentina del Museo Nacional de Bellas Artes disfrutará desde su ingreso con las obras de precursores como Carlos Morel o Prilidiano Pueyrredón, que pintaron tan magníficamente la Argentina del siglo diecinueve, particularmente la vida del campo y de sus paisanos. Y ya metido en ese viaje por el arte y el tiempo, el espectador seguirá quizás tranquilamente su recorrido.
Hasta que al entrar en otra sala se habrá de sentir sacudido de golpe por un cuadro de grandes dimensiones, que ocupa casi toda una pared y que parece que se viene encima. Y si entonces se abstrae del entorno, tal vez ya deje de estar mirando una pintura y se sienta trasladado a una húmeda madrugada en medio de la pampa, antes de la conquista del desierto, en la que después de una tormenta que no acaba de disiparse, un feroz y numeroso grupo de indios vuelve de un saqueo.
Es La vuelta del malón, obra magna del gran Angel Dellavalle e hito de la pintura nacional.
Sobre el ancho campo y en un contraluz penumbroso los indios, probablemente pampas, vuelven galopando a sus tolderías después de haber atacado una población. Han asaltado una iglesia y entre otras cosas traen como trofeos diversos ornamentos sagrados. Las cruces se entremezclan con las lanzas, y para horror uno de los saqueadores lleva colgando la cabeza recién cortada de un hombre. Pero lo más cruel es que otro de los salvajes trae en el lomo de su caballo una joven mujer a quien han secuestrado. Va desnuda y como inconsciente la cristiana, en los primeros momentos de su nueva y atroz vida como cautiva.
La escena es de una barbarie terrible, pero a la vez de una belleza épica inolvidable, y la imagen de la mujer desnuda e indefensa le agrega un fuerte toque de erotismo. A lo lejos sobre el horizonte apenas se alcanzan a divisar restos de incendios que el malón dejó a su paso. Y de cerca parecen oírse los gritos de los indios y el chapotear de los cascos sobre los charcos. Nada le falta al cuadro, si es que esto es un cuadro y no una escena viva.
Angel Dellavalle, argentino que estudió en Europa, lo pintó en 1892, en coincidencia casual o no con los cuatrocientos años de la llegada de Colón, y en la época en que el país progresaba bajo la llamada "generación del ochenta". Cuando se pintó este cuadro el desierto había sido conquistado y ya no se producían los temibles malones. Era una pampa por donde ahora solo galopaban los gauchos, que a su vez irían siendo corridos por la inmigración europea. Aquellos mismos gauchos que en la lucha contra el indio habían servido tan duramente como carne de lanza en los fortines, tal como lo describe con realismo el Martín Fierro.
Eterna disyuntiva
Consecuencias dolorosas e injustas de esa disyuntiva de hierro entre civilización y barbarie, civilización a la que muchos acusan de haberse impuesto... con barbarie. Pero Dellavalle, hijo de inmigrantes y prototipo del hombre culto de su época, que también pintó los días de fiesta de los paisanos, pinta aquí por contraste, mostrando lo que era o sería el vasto territorio argentino sin tal civilización; y piensa con la ideología del "progreso" que en ese tiempo parecía tan promisorio e infinito.
Mucho más podría decirse del cuadro. Extraordinario por donde se lo considere: por su magistral calidad artística, su realismo y su fortísima expresividad. Y también por ser una constante lección de la historia, que nos interroga como país y que puede dar lugar a interpretaciones muy opuestas y a discusiones interminables. Y además, y esto ni el propio Dellavalle lo habrá podido prever, por su permanente actualidad y por ser una dolorosa metáfora de la Argentina. Un vasto territorio con contraluces, donde nunca terminan de disiparse ni las tormentas sociales ni las amenazas de la violencia. Una civilización que levantó un país pujante sobre un desierto. Pero que no ha llegado a alcanzar una verdadera justicia social ni la paz consecuente. Una cultura capaz de producir obras de arte, pero que a veces da la impresión de ser solo una capa superficial, tan delgada como el barniz bajo el que vibra La vuelta del malón. Ese cuadro que nadie que lo haya visto podrá olvidar.