Millones de personas mejoraron su alimentación gracias a las mejoras de la tecnología
La revolución verde, iniciada por Norman Borlaug en 1960, consistió en la siembra de variedades mejoradas de maíz, trigo y otros granos, con la aplicación de fertilizantes, productos fitosanitarios y riego. La motivación de Borlaug era la baja productividad agrícola que se daba con los métodos tradicionales. La situación era preocupante, los alimentos que se producían para los 3.000 millones de personas que habitaban el planeta eran escasos y en muchos países subdesarrollados predominaba el hambre. La India estaba al borde de una hambruna masiva ya que el arroz rendía solamente dos toneladas por hectárea. Gracias a los avances científicos, en 20 años los rendimientos se multiplicaron por tres y los costos bajaron a la tercera parte. Hoy la India es un importante exportador de arroz. En México, los rendimientos de trigo crecieron de 750 a 3.200 kilos por hectárea entre 1950 y 1970. Entre 1940 y 1985, la producción de granos mundial creció un 250 por ciento.
En síntesis, los aumentos de productividad fueron espectaculares. Esto le valió a Borlaug el premio Nobel de la Paz en 1970 por haber salvado más de 1.000 millones de vidas. "No puede haber paz donde haya hambre", le apuntaron al entregarle el premio. Hoy somos más de 7.000 millones de personas y las carencias alimentarias se han reducido drásticamente.
Los alimentos nunca fueron tan seguros y accesibles para todos como lo son hoy. Las enfermedades producidas por los alimentos prácticamente se han extinguido y es muy raro que suframos una enfermedad debido a comida en mal estado. Indudablemente, la esperanza de vida sigue creciendo y las personas hoy aspiran a vivir más de 80 años, hechos que en gran medida se los debemos a una mejor alimentación. Y esto no solamente ocurre en las regiones más avazandas, pues con el desarrollo de nuevas tecnologías y el exponencial incremento de la producción agropecuaria a nivel global, se han incorporado millones de personas a un consumo que les estaba anteriormente vedado.
Sin embargo, especialmente en los países más ricos, se ha instaurado en los últimos años una campaña para desacreditar estos sustantivos avances y tratar de demostrar que, con el desarrollo de la tecnología aplicada, los alimentos son cada vez más peligrosos y el ambiente se ve cada vez más amenazado. Las preocupaciones más frecuentes se relacionan con los aditivos que se incorporan o con la posibilidad de que queden rastros de pesticidas o de transgénicos en lo que se va a comer. Así, encontramos en muchas etiquetas de alimentos las leyendas “sin aditivos” o “sin conservantes”, que dan a entender que son más sanos y nutritivos porque no han utilizado sustancias químicas.
No obstante, gracias a los conservantes controlamos enfermedades como la salmonelosis o el botulismo y mantenemos la comida en buen estado durante más tiempo, evitando tener que tirarla. El alquimista y médico Paracelso, en el año 1530, expresó la máxima de la toxicología: “Todo es veneno, nada es veneno, lo que importa es la dosis”. Durante siglos se han utilizado conservantes y aditivos prácticamente sin control. Ahora que son evaluados y estudiados como nunca en la historia comenzaron las controversias.
Hoy existe en muchas partes una percepción errónea de que antes se comía mejor y que lo natural es la excelencia. Consumir alimentos orgánicos es “cool”, obviamente para los que pueden pagarlo y residen en los países más ricos. Pero debemos apuntar que, para que un cultivo sea considerado orgánico, todos sus insumos deben ser naturales. Muchos asumen que esto es mejor, pero no necesariamente es así. Los estudios científicos que se han hecho comparando los cultivos orgánicos con los realizados en forma convencional concluyen que no existen diferencias significativas en cuanto a la nutrición, el cuidado de la salud o del ambiente.
Las plagas afectan la cantidad y la calidad de la producción, y pueden controlarse con el manejo de los cultivos, el control integrado, la biotecnología y los productos fitosanitarios. La biotecnología agrícola ha demostrado ser una tecnología sana para los seres humanos, los animales y el medio ambiente, y hoy forma parte de nuestra vida cotidiana.
Borlaug consideró la creación de transgénicos como una extensión natural de su trabajo y que la oposición a los transgénicos viene del mismo tipo de activismo ambiental anti-científico que cuestiona los logros de la revolución verde: "Lo dicen porque tienen la panza llena. La oposición ecologista a los transgénicos es elitista y conservadora. Las críticas vienen, como siempre, de los sectores más privilegiados que no han conocido de cerca las hambrunas".
Podríamos agregar además que, como en toda cuestión económica, existen intereses corporativos de aquellos sectores que encuentran alguna clase de protección en los países más desarrollados y con población de gran poder adquisitivo.
En cuanto a los fitosanitarios, hoy se analizan todos los efectos posibles, se evalúa durante más de diez años a qué organismos pueden afectar y a qué dosis. Se decide cómo manejar el riesgo, y su uso se aprueba sólo en ciertas condiciones. El manejo se comunica en las etiquetas, manuales, folletos, y se entrena y protege a los usuarios y operarios para que apliquen con equipos adecuados y en forma segura.
En la vida no hay situaciones de riesgo cero. Nos subimos a un auto y ponemos en peligro nuestra vida, la de los demás y contaminamos el ambiente. Sin embargo, a nadie se le ocurre prohibir los autos. Lo que hay que combatir son las malas prácticas. Así como están quienes conducen irresponsablemente, en la agricultura argentina también existen las malas prácticas. Estas campañas anti-ciencia y anti-tecnología agrícola moderna toman este tipo de casos aislados para atacar globalmente al sector agrícola.
Hoy tenemos libre acceso a todo tipo de información. Sin embargo, la investigación científica circula en medios académicos o especializados y raramente llega al consumidor. En contraste, los activistas utilizan mensajes de alto impacto y apelan a lo emocional, con argumentos que parecen tan legítimos que nadie podría oponerse, porque nadie podría estar en contra del cuidado del ambiente o de la salud. Algunos medios encuentran atractivos a estos mensajes y los divulgan y multiplican, y es común ver a personas sin la más mínima idoneidad defendiendo causas anti-ciencia o relacionadas con el ambiente o la alimentación. Al consumidor, por lo general, poco le importa que sea una autoridad en el tema que predica. Sin embargo, el problema radica en que estas opiniones sin sustento científico afectan decisiones de compra y motivan frecuentemente que algunas regulaciones se basen en la percepción pública y no en la ciencia.
El autor es integrante de Maizar
Julián Martínez Quijano
LA NACION