Es conocido hasta el cansancio que toda crisis trae consigo situaciones inusuales, pérdidas, riesgo, caos y oportunidades; es decir, la posibilidad de alcanzar una situación superadora respecto de la preexistente como una especie de aprendizaje colectivo.
La crisis mundial desatada por el virus COVID-19, un "cisne negro" que nadie esperaba, ya dejó al desnudo algunas vulnerabilidades, como las evidenciadas en nuestros sistemas de salud y hasta permite aventurar algunas conclusiones preliminares, aunque obvias, como la necesidad cada vez mayor de que los Estados tomen como base para sus decisiones el conocimiento científico.
Asimismo quedó expuesto de manera notable el hecho de que a muchos ciudadanos de todo el mundo les costó y les cuesta acceder a la conciencia necesaria para comprender la complejidad de vivir en la sociedad del conocimiento, actitud evidenciada en la negligencia de resistirse a una cuarentena obligatoria, cuya decisión de implementación se basó precisamente en el conocimiento científico y estadístico de la evolución de una epidemia/pandemia, que pone en riesgo no sólo sus vidas, sino las de muchas otras personas.
En esta cadena de causas y efectos el parate social y económico sacude al mundo y nos obliga a repensarlo en muchos aspectos; uno de ellos: el origen de la contaminación ambiental y su relación con el cambio climático.
Días atrás fueron publicados mapas troposféricos de la ESA (Agencia Espacial Europea) y de la NASA (Administración Nacional Aeronáutica y del Espacio EE.UU.) provenientes de imágenes satelitales con diferencia temporal de un mes entre una y otra, tanto de Italia como de China respectivamente, antes y después de la cuarentena obligatoria.
En estos mapas se evidencia que la paralización de gran parte de la economía y especialmente del movimiento habitual dentro de las ciudades, redujo drásticamente las emisiones de NO2 (dióxido de nitrógeno), uno de los principales gases de efecto invernadero y de degradación de la capa de ozono, cuyo efecto de una sola molécula es equivalente al de 298 partículas de dióxido de carbono (CO2) y se encuentra principalmente asociado a la combustión de los motores de los automóviles y del transporte público y de cargas, terrestre y aéreo.
Mientras la paralización en las ciudades ocurría, el agro siguió produciendo inevitablemente en esos países durante el período entre las dos imágenes; no porque haya transgredido la cuarentena, sino porque la producción agropecuaria no puede parar nunca en ningún sitio debido a que es biológica. Entonces, estos mapas vienen a aportar evidencia empírica que disparan numerosos interrogantes respecto del fuerte énfasis y la presión por el cambio climático que se venía imponiendo sobre las producciones agropecuarias, más que en las ciudades.
Por todo lo mencionado, la cuarentena por el COVID-19 induce a reflexionar sobre el modo de vida urbano, los hábitos de consumo que configuran la demanda y su posibilidad de influir sobre la oferta; es decir, cada ciudadano global a la luz del conocimiento de base científica junto a la transparencia que aporta la trazabilidad, a través de los fundamentals de mercado y con alcance a todos los procesos productivos industriales, agroindustriales y de servicios tiene el poder de hacer la diferencia, más allá de las presiones políticas.
Tal como ocurre con la propagación de la pandemia en la novedosa realidad que llegó con una fuerza inusitada, la configuración de la demanda es responsabilidad de cada uno de nosotros, de los ciudadanos ya no de un país en particular, sino de los ciudadanos globales.
El autor es productor y vicepresidente de Aapresid
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