La frase "Porque después de Dios, debimos la victoria a los caballos" fue muy utilizada en tiempos de la conquista española, en agradecimiento a los méritos de los caballos traídos como arma más moderna para la época, los que una vez domesticados cambiaron la vida de quienes se atrevieron a montar aquellos criollos por selección natural, sólo por aquello de que "criollo" es hijo de español nacido en América. Pero no todo era "volearle la pata" sobre el lomo, también había que cuidarlo.
Desde tiempos antiguos se trató de proteger el pie del equino para que no quedasen inutilizados por el desgaste del casco; los asiáticos fabricaron trenzas de paja de arroz, que se les aplicaban en forma de sandalias. En Grecia y Roma se les aplicaban sandalias especiales de esparto, que es una planta de la familia de las gramíneas con hojas muy arrolladas entre sí que parecen filiformes, duras y resistentes.
El célebre Hernán Cortés, al enfrentarse con las escarpadas montañas que unen México con América Central, se encontró que en tres días casi todos sus caballos habían perdido las herraduras y debió acampar hasta que su grupo de herradores terminaran con el último montado.
Cuenta Cunninghame Graham en su libro Los caballos de la Conquista, que la herradura que usaban los españoles "era delgada y chata y a menudo, con la parte posterior vuelta hacia arriba y doblada atrás sobre el casco. En realidad era la misma introducida por los árabes, con ligeros cambios, sobre todo en la parte delantera, que los españoles habían redondeado, en lugar de dejarla casi cuadrada, a la manera de ellos".
El Río de la Plata, gracias a que los españoles montaban padrillos, los que fueron abandonados junto a algunas yeguas por Pedro de Mendoza después de la destrucción de la primera Buenos Aires, se convirtió en el paraíso de los caballos; buenos pastos y mucha agua. Si bien los ibéricos trajeron el caballo al Nuevo Mundo, lo que en realidad hicieron fue "devolverlo", ya que los orígenes del "equus" se remontan a más de 500 millones de años en América del Norte.
En 1806, como sabemos, se produjeron las primeras Invasiones Inglesas. Alexander Guillespie fue un oficial combatiente inglés, tomado prisionero durante la Reconquista.
En aquellos tiempos, los oficiales prisioneros (éste en Calamuchita) gozaban de ciertas libertades, entre ellas, hacer recorridos que les permitieran "pasar" información a su país.
Guillespie advirtió que había cierta dificultad para conseguir herraduras en Buenos Aires (sobraba la plata pero el hierro era escaso por venir de Europa), cosa que por supuesto se repetía a lo largo del territorio. Cuenta el inglés: "Había solamente dos herreros en la ciudad, siempre muy morosos en sus obras pero que brindaban buenos servicios. Toda clase de hierro y acero tenían una gran demanda, y un juego de herraduras costaba cinco duros, cuando el animal podía comprarse por dos. Las herraduras manufacturadas e incorporadas como lastre en los barcos siempre encontrarían salida fácil y, con tal de que no se ofrecieran en demasiada abundancia, producirían un gran beneficio". La herradura, adoquines de madera, tejas y hasta hielo, fueron utilizados como lastre de barcos que venían a buscar frutos del país. Guillespie recomendaba: "Como rara vez se pone ninguna (herradura) en las patas traseras, una proporción de tres a una de las delanteras debe embarcarse en cada aventura". Lo hacían los gauchos ("de posibles") y aún hay quien lo hace en el campo, para proteger las delicadas manos del caballo.