Borges tenía una profunda, aunque algo vergonzante, admiración por el Martín Fierro. No por el personaje, sino por el poema de Hernández, que según contaban quienes lo conocían sabía casi de memoria. En su momento dijo que por sí solo justificaba toda una literatura, y hasta le escribió un libro. Admiración tanto más valiosa en cuanto que rechazaba su ideología.
Además, tenía gran simpatía por el Fausto de Estanislao del Campo y por los libros de Ascasubi, de los que también sabía muchas estrofas. Y menos por Don Segundo Sombra, pese al afecto que sentía por su amigo Ricardo Güiraldes.
Decía Borges que debía diferenciarse entre el paisano, aquel pacífico habitante del campo argentino, y el gaucho, que era un malevo. Contaba que originariamente ese segundo apodo era peyorativo, tanto que si a un paisano se lo trataba de gaucho eso se consideraba un insulto. Y opinaba que el prestigio del término "gaucho" se debía sólo a su posterior canonización por parte del Martín Fierro y del libro El payador, de Lugones.
Se diría que prefería el paisano al gaucho. Pero, contradictoriamente, se nota que le interesaban más las historias de Martín Fierro, o aun las de Juan Moreyra u Hormiga Negra, que las de buenos paisanos como Don Segundo.
Por cierto que en sus cuentos referidos a nuestro campo están presentes esos temas, el valor, lo épico, la amistad, y también la confrontación entre civilización y barbarie, que había señalado para siempre Sarmiento. Cuentos en los que detrás de las tramas a veces se descubren metáforas, alusiones y hasta desconcertantes planteos filosóficos. Pero que a la vez pueden leerse y entenderse llanamente.
En "El sur", que admite distintas interpretaciones, y en "El evangelio según Marcos", dos relatos magistrales, la barbarie siempre subyacente irrumpe en forma inevitable, como también ocurre en el final del denso "La intrusa" y en el feroz de "El otro duelo". "Historia de Tadeo Isidoro Cruz", "El fin" y "La noche de los dones" nos introducen inesperadamente en otros libros gauchescos famosos. Hay relatos casi metafísicos: "La otra espada", "El encuentro", "La otra muerte", y personajes que no olvidaremos, como el asombroso paisano tullido de "Funes, el memorioso", o la inglesa aindiada de "Historia del guerrero y la cautiva". Y a veces las cosas, como en "El muerto", no son lo que parecen ser.
Siempre la gente de nuestra llanura y ese campo primitivo, poco descripto, pero en el que nos sentimos inmersos hasta casi tocarlo.
Güiraldes dice en la dedicatoria de Don Segundo Sombra: "Al gaucho que llevo en mí, sacramente, como la custodia lleva la hostia". Seguramente Borges no diría tanto, pero resulta indudable en él la nostalgia por el campo argentino. Un recuerdo ancestral de los campos familiares de Acevedo que no llegó a conocer y que se perdieron en tiempos de Rosas. Y la otra nostalgia heredada, la de lo épico, que vivieron sus antepasados y que él suele nombrar en sus poemas: "Las felices victorias, las muertes militares". Todo eso anda en estos relatos, y su agradecimiento "por los duros troperos que en la llanura / arrean los animales y el alba". Borges, criollo como el que más.
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