Así como en el siglo XIX hubo grandes defensores y exaltadores de las virtudes del gaucho, en el siglo XX, Héctor Roberto Chavero, conocido artísticamente como Atahualpa Yupanqui logró eso y mucho más. Se comunicó con el gran público y comunicó las cosas profundas de la tierra y el hombre. Nació y se crió en el campo, cerca de Pergamino, en la provincia de Buenos Aires. En la más temprana infancia conoció a los gauchos de aquel tiempo y guardó para siempre sus conversaciones y conductas. Un paisano de 80 años o un poco menos edad era fuente de información para el prodigioso niño observador y memorioso. El padre lo mandó a estudiar guitarra cuando advirtió sus virtudes. Lamentablemente murió cuando Atahualpa tenía 13 años y cursaba el colegio secundario en Junín. Así, empezó a recorrer el país, trabajando en muchos oficios y ocupaciones, pero le tiraba el caballo. Anduvo por Tucumán y llegó a Buenos Aires, muy jovencito.
Andaba en su primera juventud trabajando duramente de a caballo. Él vivió lo que escribió, cantó y creó. Las provincias por las que anduvo en su adolescencia y juventud se maravillaban por su guitarra, pero además él era uno más entre la gente y se ganaba el puchero con su trabajo. En una de esas andanzas, en 1949, acompañó al antropólogo francés Alfred Métraux, en Salta, para estudiar a los chiriguanos.
Su brillo empezó en la década de 1930; en 1935 fue invitado a inaugurar radio El Mundo y, diez años antes, su guitarra sonó al frente del diario Critica, en la Avenida de Mayo.
Él fue un hombre del camino, recibió grandes distinciones en América, Europa, Asia y fue aclamado en los escenarios de esos continentes. Por su arte, Francia llegó a incluirlo en sus momentos más íntimos. “Edith Piaf cantará para usted, con Atahualpay Yupanqui”, se leía en un cartel en 1950, cuando la gran artista estaba en la cúspide de su brillo y gloria.
Su esposa, Antonietta Paule Pepin Fitz Patrick, con el seudónimo de Pablo del Cerro, fue la compositora de 42 piezas musicales, con las letras de Yupanqui, y era una erudita de nuestro folklore, amante de la milonga campera por ser genuina de aquí. Ella, por amor y grandeza humana, se entregó por entero a su familia, a Yupanqui y a su obra.
Cometió errores Don Ata y se corrigió. Era místico, profundo, y buscaba la excelencia. Fue un gran lector, gran admirador de Juan Sebastián Bach, como también de cualquier auténtico paisano y de un buen criollo guitarrero y cantor.
Tenía todo el derecho de hacerse respetar y hacer respetar el universo que él manejaba y conocía. Como hombre entrañable de la pampa, no se dejó engañar con espejitos de colores y eso justifica muchas de sus actitudes, en algunos casos un tanto severas; en otros casos, incomprendidas e injustamente condenadas. El tiempo le ha dado la razón en muchas cosas que él veía venir y que hoy padecemos. Él buscaba la perfección de lo autentico. Nunca se podrá desentrañar del todo a don Atahualpa Yupanqui. Es el hombre del camino, el silencio, lo sugestivo, lo misterioso, lo místico, lo religioso, lo sagrado, lo telúrico, lo infinito y lo simbólico.
Fue un patriota. “¡Antes que nada argentino; / y a mi bandera seguí!”, decía. Así lo hizo hasta el último suspiro.
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