El autor recuerda cuando en los años 60 se cabalgaba desde la madrugada para llevar la hacienda al remate
Apenas habíamos dormido por la ansiedad, y a eso de las tres de la mañana estábamos en el potrero chico, galopando para juntar la hacienda que Adrián había dejado apartada. Teníamos que llevar arreando unos cuarenta animales desde La Ramona, en la provincia de Santa Fe, hasta la feria de Conesa, a unos veinte kilómetros, en la de Buenos Aires.
Y ya nos íbamos, atravesando potreros. Adrián Barcella, capataz y hombre de absoluta confianza de La Ramona; su hijo Pedro; el peón Guillermo Zapata y, acompañándolos en lo que para nosotros era una gran aventura, mi primo Cabeto y yo, de unos catorce años, en los principios de la década del sesenta. Cabeto, en su briosa Tobiana, desentonando esa canción que había inventado: "Arre, vaquillonas; arre, vaquillonas, que a la feria van…okey corral", con música del bolero "Noche de ronda". Y una vez que salíamos del campo, después de haber corrido algunas vacas rebeldes en la oscuridad, pasando el almacén El Basilisco, ya estábamos en el camino de tierra que se perdía hacia el Sur. Al paso por la huella, para no cansar a los animales, con el rocío y el aire fresco de la noche de verano en la cara. Y los mugidos cortando a veces el silencio, bajo las estrellas y la luna creciente.
Lo que ahora veo como imágenes aisladas eran entonces horas y horas de andar en la huella. Veo brillar en la noche el cigarrillo de Adrián, y lo recuerdo más bien bajo, cincuentón, de bigote todavía medio rubio, capaz de galopar parado sobre el recado. Nosotros lo considerábamos otro don Segundo Sombra. Y en esos arreos nocturnos también nos veíamos a nosotros mismos como personajes de ese libro que leímos en el colegio.
Después de cruzar el puente del Arroyo del Medio y cuando empezaba a clarear, veíamos a lo lejos las arboledas de Conesa, pero era inútil: parecía que nunca llegaríamos. Más adelante, iban apareciendo otras tropas. Nos saludábamos con los arrieros y había que tener mucho cuidado para que los animales no se mezclaran.
Por fin, cuando ya brillaba la mañana, entrábamos a la feria, que estaba en plena actividad. Entregábamos la hacienda en los corrales y Adrián nos convidaba con unas cañas dulces en el mostrador de la peonada, donde muchos paisanos llevaban botas, rastra con monedas y facón, como él. Allí ya nos sentíamos verdaderos gauchos. Al mediodía, venía el asado bajo los árboles y, cuando todo el mundo estaba entonado por el vino, empezaba el remate. Nos íbamos a la tribuna de madera techada con mi padre, Roque V., que con mi tío Angel Luis era dueño de La Ramona, y recuerdo el orgullo de Adrián porque un lote de nuestros mochos negros sacó el segundo buen precio de la feria.
Después había que pagar el caro costo de nuestra pretensión de arrieros, que era el de tener que volver montados por el mismo camino, con el cansancio y bajo el fuerte sol de la tarde. Menos mal que nosotros teníamos esos catorce años, pero era algo agotador. Será por eso que sólo dos veces hicimos la experiencia.
Desde largo tiempo ya no se hacen aquellos arreos que ponían en riesgos a los animales y les hacían perder peso. La feria de Conesa fue arrasada por las crisis y de sus instalaciones, y de su frondosa arboleda sólo quedan hoy algunos paraísos raídos. Adrián hace muchos años que partió para otros campos infinitos, al igual que su hijo, e imagino que allá habrá hecho amistad con don Segundo Sombra. Guillermo Zapata alguna vez se fue a trabajar al Norte y ni siquiera su familia pudo saber más nada de él. Y si Cabeto llegara a leer esta nota, imagino que le darían ganas de repetir esos arreos, pero no creo que por el momento le resultara posible, ya que ahora es cónsul en la India, y en ese país las vacas son sagradas.
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