Entre fines del siglo XIX y gran parte del XX fue el período que mayor requerimiento tenían las actividades del denominado “escribano” o escribiente de estancia, que desarrollaban en ese espacio físico dedicado a los papeles llamado “Escritorio”, después también conocido como administración. Dependían, claro está, de la época, tamaño del establecimiento, zona y tipo de producción; y en función de ello como tareas frecuentes podemos mencionar las siguientes: registro de lluvias, libros con los movimientos de hacienda con especial atención en los animales de pedigree, parte diario, pagos a proveedores, salarios, el libro donde registraban el Debe y el Haber, compra insumos, etc.
Juan Martín de Estrada, en su libro Campo, en 1938, decía: “Aunque inútil, el escritorio en el campo, se nos antoja necesario”. Con el avance tecnológico y fundamentalmente con la subdivisión de los campos, el escribiente fue perdiendo funciones.
Sin tomar en cuenta las estancias administradas por los Jesuitas, como escribiente de estancia uno de los primeros casos fue el de Matías J. Gutiérrez. Me lo refirió el historiador Guillermo Palombo: fue en la estancia “Los Milagros” en el viejo partido de Chascomús (actualmente Pila), propiedad de don Pedro Burgos, donde por recomendación de Rosas el joven Gutiérrez prestó estos servicios desde abril de 1831, luego acompañó a Burgos en la fundación del pueblo de Azul y allí falleció en enero de 1833 al ser la única víctima fatal del primer incendio ocurrido en ese pueblo, junto con los papeles del fundador.
El propio Rosas en sus Instrucciones a los Mayordomos de Estancias, indicaba como debían serle enviadas las cuentas: “De todo lo que reciban y entreguen, los capataces deben llevar cuenta, y ésta mandármela con el ayudante que lleve el pagamento. Los ayudantes y capataces que sepan escribir deben cargar lápiz”. ¡Nada debía fiarse a la memoria y todo debía ir al papel del escribiente!
Además de las tareas propias los escribientes podían - según la confianza de que gozaran- colaborar en cosas más privadas, como le ocurrió a Moreira, escribiente de estancia en Vaca Cuá (Corrientes), que redactaba en 1862 las cartas que le dictaba su patrón. Cincuenta años más tarde, cuando una concubina de este último, ya finado, reclamó herencia para su hija natural, en el juicio se expusieron como prueba de su filiación las cartas íntimas que el patrón le había dictado a Moreira.
La mujer también tuvo su participación; en Pilagá, su gesta, su gente desde 1867, de Magdalena Capurro, se expresa: “Nosotros les fuimos dando a esa figura del escribiente, más importancia, a medida que se fueron incorporando mayordomos jóvenes con señoras ya profesionales en su mayoría, ellas fueron asumiendo ese rol, les fuimos dando participación, y hoy ellas registran directamente todo…”.
Recordaré, ahora, los nombres de algunos escribientes de estancias:
Francisco Felipe Fernández fue un dramaturgo y periodista que en 1862 ocupó la secretaría privada del gobernador de Entre Ríos, pero como estaba en la Estancia “San José” de Urquiza no es de extrañar que también se ocupara de los papeles vinculados a la administración rural.
Por el año 1923, en la estancia “San Juan” de Planas, en la zona de San Pedro cerca del paraje La Bolsa, estuvo también como escribiente, y a pesar de su juventud no es de extrañar que haya tenido una buena “actuación”, don Luis Sandrini.
Y en la Estancia “El Socorro”, en 9 de Julio, trabajaba un escribiente que decidió cambiar de oficio y se mudó a Buenos Aires, seguramente con su guitarra: era un tal Alfredo Le Pera.
Por su parte, en la estancia “El 29″, en Juan B Alberdi, Carlos Edmundo Perkins realizó “un buen partido” al contratar como escribiente a Eliseo Brown quien fuera goleador del célebre equipo de fútbol Alumni y de la selección nacional. Eliseo, una vez jubilado, continuó viviendo allí hasta sus últimos días.
Marcos V. Aguirre ocupó durante veintiún años los cargos de escribiente, segundo mayordomo y mayordomo principal de la Estancia “Acelain”, de Don Enrique Larreta, en el partido de Tandil. Aguirre, muy conocedor de los quehaceres camperos, dejó sus anécdotas en Arriando recuerdos, libro que generosamente y en su reconocimiento la Asociación Argentina de Angus reeditó en 1998.
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