El agua se volvió un tesoro para los productores que quieren salvar a sus vacas; una mirada desde el lugar de los hechos
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El vicepresidente de la comuna La Gallareta, Emiliano Reynoso, abrió el cajón de su oficina y sacó una lapicera para dibujar un croquis y mostrarnos cómo llegar a una de las perforaciones en donde los productores agropecuarios de la zona extraen agua para sus animales ante la emergencia por la sequía. El mapa era clave para guiarnos: íbamos a recorrer unos 30 kilómetros sin nada de señal en el celular.
Era nuestro tercer día en el norte santafesino, adonde LA NACION viajó para mostrar la cruda realidad que enfrentan los productores por los efectos de la sequía. Allí los ruralistas estiman que ya murieron 3000 animales y hay afectados más de 3500 productores.
Junto con Marcelo Manera, el fotógrafo, tomamos la ruta provincial 83, de tierra. A medida que avanzábamos cada vez eran más los animales muertos a la vera del camino. Esa escena se venía repitiendo en muchos de los caminos rurales que habíamos recorrido.
Después que nos perdimos y que algunos lugareños nos ayudaron, nos encontramos en un descampado frente a una torre de hierro que sostenía un gran tanque blanco del que salía un tubo negro que tocaba el suelo y caían pequeñas gotas de agua. Alrededor solo había árboles y animales.
Al ver que la tierra estaba apenas húmeda, creció en nosotros la esperanza de que faltara poco para que alguien llegara a buscar agua. Nos habían dicho que cada una hora, aproximadamente, venían los productores a cargar una cisterna de 5000 litros que les prestaba la comuna y se turnaban para usarla.
Eran las 11.30 y el termómetro marcaba 41 grados. Estacionamos debajo de un árbol para esperar. Pasaron unos 20 minutos. “¡Allá vienen!”, fue el grito de emoción al escuchar el ruido de un auto que cada vez se hacía más fuerte. Eran Hugo Ramos y su esposa, Mónica Fernández, que llegaban con la cisterna.
En pocos segundos ya estaban cargando agua. Era su cuarto viaje del día. Estos recorridos los comenzaron a realizar en julio, cada vez con más frecuencia; actualmente los hacen día por medio. A veces, en mitad de la noche; todo depende de la hora que les toque tener el carro. Para ellos es un esfuerzo justificado: todo por salvar las 86 vacas que les quedan vivas. Ya se les murieron 10.
Después de media hora bajo el rayo del sol, Mónica, que daba pequeños golpes en la cisterna para controlar por dónde iba el agua, avisó que se había llenado. Esa agua la descargan en una represa que tienen en su campo, de donde luego la extraen para llenar los bebederos.
Nos llevamos una sorpresa luego de cruzar la tranquera de su campo: había palmeras, un arroyo por el que todavía corría un poco de agua y extensiones de tierra toda craquelada. El colmo era que ya nada de eso servía; nos explicaron que el agua estaba salinizada y el resto eran cráteres de lagunas secas.
Durante el viaje recorrimos seis establecimientos rurales y hablamos con más de diez productores. Impactaba escuchar a muchos de ellos que, frente a las inclemencias climáticas, y un contexto económico adverso, cansados de tanto luchar, evaluaban dejar la actividad que, para ellos, además de un trabajo, es una pasión.
De regreso, tomamos la ruta 98, la misma que el día anterior habíamos transitado para viajar desde Tostado hacia Vera. Era recorrer kilómetros y kilómetros de campos devastados, en donde lo único verde que se visualizaba eran las malezas y los arbustos. En donde el agua se convirtió en un tesoro, y los productores vuelcan todo su esfuerzo y ahorros para sobrevivir en la actividad. Solo hablan de pérdidas de animales, cisternas, bombas de agua y represas.
Entre todos se organizaban para poder hacer frente a la sequía y frenar la mortandad: pero la situación los sobrepasaba.
“¿Vienen a cubrir la sequía?”, fue lo primero que preguntó la recepcionista del hotel durante el check in al escuchar nuestras profesiones. Lo mismo preguntó la mesera que nos atendió en el bar a la noche. Fue el reflejo de que en la ciudad cabecera del departamento Nueve de Julio la falta de agua no le preocupa solo al campo.
Fue difícil contener la emoción frente al llanto del productor ganadero Gustavo Giailevra, de 62 años, que hacía esfuerzos para mantenerse parado en medio del cementerio de animales en el que se había convertido su campo. Rodeado de los restos de al menos 60 de las 200 vacas que se le murieron en su campo ubicado en Pozo Borrado, en el departamento Nueve de Julio, explicaba todas las medidas que había tomado para tratar de evitar esa catástrofe. Nada había sido suficiente.
“Esto es terrible”, repetía el presidente de la Sociedad Rural de Tostado, Jorge Mercau, que lo tomaba del hombro para contenerlo. El dirigente nos hizo de guía en el recorrido por los campos de la zona y durante las horas que pasamos junto a él su celular no dejó de sonar: eran mensajes desgarradores de productores que pedían ayuda para conseguir agua.
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