De origen inglés, practicaba tiro al blanco y andaba a caballo; el futuro presidente fue su discípulo preferido
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La educación inicial y el cuidado del niño Carlos Pellegrini (futuro presidente de la Nación) fueron puestos por decisión de su padre, el ingeniero saboyano Carlos Enrique Pellegrini, en manos de la tía materna y madrina de bautismo, Ana Bevans, que hizo del muchacho, según afirmación del historiador Jorge Newton, “su discípulo preferido”. Nacida en Londres, arribó al Plata contando un año de vida “y, caso singular, nunca pudo acriollarse del todo, permaneciendo en lo íntimo insobornablemente inglesa”.
Agustín Rivero Astengo, biógrafo de Pellegrini, ha dicho de ella: “Mujer enérgica y valerosa, había atenuado desde joven la pobreza de los suyos, estableciendo por propia iniciativa en Buenos Aires, un colegio que se hizo famoso por la disciplina y rigor de los estudios”. Contrajo enlace con Thomas Stockdale, administrador de una estancia en la localidad bonaerense de San Vicente. Convertida al anglicanismo junto a su hermana, supo oír las voces del campo: varias horas del día las pasaba a caballo y se ejercitaba en el tiro al blanco.
Una tarde de 1858 llegó a la estancia un hombre de aspecto humilde que pidió permiso para pasar allí la noche. Dijo que marchaba hacia el sur en busca de trabajo. En la cocina fue obsequiado con asado y mate. Pero casi de inmediato, el forastero despertó el temor de una negra sirvienta que vio en él a un asesino. Haciendo honor a su carácter, Ana exclamó entonces: “Ya saben ustedes que andan ladrones por el pago. Si oyen algún ruido, me llaman, que al que se anime lo tumbaré de un tiro como a esa botella”. Y de un certero disparo hizo añicos al envase ubicado en el corredor.
Silbidos y ruidos
A las ocho de la mañana del siguiente día, después de una noche de silbidos y ruidos, Ana Bevans supo con horror que el capataz del establecimiento apareció degollado en su catre y que del viajero no quedaban rastros. En los rostros de los pocos peones de la casa se reflejaba el espanto de lo acontecido. A caballo, portando un arma, y en compañía de la sirvienta, la valiente inglesa se dirigió al pueblo a comunicar la terrible noticia. Cerca de un cañaveral, un movimiento extraño hizo que se detuviera. Colocadas ambas mujeres espalda contra espalda, apuntaron hacia delante y detrás de aquel sitio sospechoso y continuaron viaje. Horas más tarde una partida de milicos dio con el asesino oculto, que confesó haber muerto al capataz. Eran sus intenciones acabar con la Sra. Bevans y robar el dinero de un escondite que conocía.
Los silbidos oídos en la noche habían sido lanzados por el sujeto para sorprender a su víctima. Los ruidos perturbadores resultaron ser de un sapo, que tuvo la desgracia de caer dentro de un vaso que descansaba sobre el lavatorio. “Un sapo salvó mi vida”, cuenta Rivero Astengo que exclamó Ana Bevans en cierta oportunidad. Y fue tanto el cariño que conservó por aquellos animales, que jamás permitió que se matase a ninguno de los que habitaban en su campo.
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