En el Congreso Aapresid, el reconocido enólogo Alejandro Vigil disertó sobre cómo es emprender en la Argentina; la experiencia personal que lo marcó
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Con paso cansino, Alejandro Vigil sube al escenario. Una multitud sentada espera ansiosa sus reflexiones y vivencias. En el último día del Congreso Aapresid, las charlas aun están a pleno. Pese a su apodo como “el Messi del vino” y a haber sido multipremiado internacionalmente y considerado “Ones to Watch” por la revista Decanter, el reconocido enólogo muestra ciertos nervios al momento de comenzar a hablar, pero eso solo dura unos segundos porque, enseguida, toma envión y empieza a contar su historia de emprendedor nato.
Hace un tiempo este ingeniero agrónomo mendocino, con el alma vanguardista y provocando a la enología tradicional, decidió romper los esquemas y se animó a revolucionar el emprendedurismo en su propio lugar, en su metro cuadrado: en el paraje de Chachingo, en el departamento de Maipú.
Y en esa concatenación de proyectos, primero fueron los vinos, luego el restaurante, la fábrica de cervezas que hoy exporta, el acuerdo simbiótico con cooperativas de horticultores de la zona para proveer verduras de alta calidad. Y la lista sigue.
“Ahí hay un aprendizaje profundo sobre ese permanente mensaje que nos dicen ‘es difícil’ y es ahí donde tenemos que ahondar y no permitir que nos digan esto es no se puede hacer. Detesto esa frase ‘es difícil, cuesta, no es posible, no se puede hacer’. Cuando empecé me dijeron eso esta y yo les pregunté, ¿y por qué? Y nunca nadie me pudo responder. Me decían ‘porque siempre se hizo así' y es lo peor que me pudieron decir”, señaló.
“Porque la verdad, y siempre digo, que los que trabajamos en el vino, la actividad es una sucesión infinita de pequeños milagros para que el vino llegue a la góndola. Y cuando uno entiende ese concepto, que hay que plantar un viñedo, esperar que la helada, el granizo, el viento Zonda, no afecten, que tengamos agua para que crezca y tengamos las uvas, que necesitamos una etiqueta, un camión que lleve el vino de un lado al otro y un barco, que llegue a una góndola y que alguien lo vea que dice Mendoza o Argentina y lo compre. Sin lugar a dudas una sucesión infinita de pequeños milagros. Si logramos eso, todos lo demás es fácil. Es una cadena increíble que sucede con el vino”, agregó.
Luego, contó que cuando empezó con el proyecto, cuando solo había un quincho, la gente creyó en eso. “Es una cuestión de fe y yo, sin creer en nada, aprendí a tener fe. Cuando uno acerca a la comunidad, los proyectos se ponen potentes, tan potentes que hoy podemos contar con una estrella Michelin verde, una roja y tener vinos de 100 puntos”, indicó.
Para Vigil, para construir un proyecto es necesario vivir el sitio, por eso decidió hacerlo en su lugar. “En España no puedo hacer vino, puedo tener una empresa, pero no puedo hacer vino. Porque hacer vino significa podar en invierno, con temperaturas bajo cero; es caminar en el verano el viñedo, con el sol, estar en el viento Zonda; es sentir el barro; es crear la comunión con ese viñedo, saber cuándo cosecharlo porque has vivido todo el proceso de hacer el vino”, destacó.
“La única forma de entender la agricultura es sentirla, es vivirla y poder transformarla. Es pasar de la nada a una botella de vino, es pasar de la nada a un tomate. Y para eso tenés que estar presente y ser parte de eso. De ahí la importancia de nuestro origen, nuestra identidad. Hacer vino no es fermentar, no es ponerlo en una botella y venderlo, no es comprar una botella y poner una etiqueta. Hacer vino es una forma de vida y la forma de vida es con un respeto a la comunidad, al medioambiente”, agregó.
Para finalizar, el reconocido enólogo rememoró una historia de cuando era un niño. “Tendría siete años y estábamos por pasar Navidad en lo de mis abuelos. A eso de las 11 de la noche, el techo de chapa de su casa fue la alarma número uno de un granizo que comenzaba a manifestarse. Estábamos a 15 días de cosechar el tomate y por seis minutos sentimos el ruido sin parar. Mi abuelo se levantó y salió. Detrás de él salimos nosotros. Se adentró en campo de tomate y, al ver el estado de las plantaciones, cayó de rodillas, con su cuerpo tiritando. En ese momento, mi abuela apareció, le hizo unas caricias, lo levantó, lo abrazó y le dijo: ‘la comida ya está lista, mañana seguimos, empecemos de nuevo’. El campo es eso”, finalizó.
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