Durante una clase de un MBA, el profesor planteó a los alumnos la situación de una empresa que proveía insumos de cuero para carruajes y personas de las empresas de correo de la Nueva York del año 1900. El problema a resolver era qué hacer frente a la aparición de un nuevo tipo de carruaje que no utilizaba caballos: el automóvil.
Ciertamente, la situación no tiene una resolución única, pero expone que, según cómo se vea quien tiene que tomar la decisión y qué mercado decida satisfacer, serán las acciones a alinear. Podría mantenerse haciendo lo mismo que hasta entonces y enfocarse en un mercado en contracción, o resignificar su rol y apostar a un mercado en crecimiento viéndose como integrante de algo mucho más grande, como un mercado de autopartes o del negocio de la comunicación.
Las disrupciones tecnológicas y la revolución del conocimiento de este tiempo dejan al ejemplo mencionado como algo pequeño en términos de impacto y velocidad. Pero la encrucijada que enfrentan las empresas del agro es la misma: ¿Cómo se ven? ¿A quién quieren satisfacer? ¿A qué mercado quieren pertenecer?
Es posible seguir definiéndose como productor agropecuario, se puede ampliar la mirada e identificarse como parte de la cadena agroindustrial, o también verse como parte de algo mucho mayor aún: la bioeconomía, que nos incluye a todos: campo, industria, academia, tecnologías y consumidores.
Desde dónde cada uno decida pararse surgirá entonces una relación diferente con los grandes problemas de la época y, según la mirada que se tenga, la demanda de alimentos, fibras y energía producidos de manera sustentable, la necesidad de absorber CO2 de la atmósfera, custodiar la biodiversidad, hasta regenerar la biósfera serán tomados como oportunidades o amenazas.
El abordaje de esta situación demanda gestionar la fotosíntesis, el código de vida y las interacciones con el ambiente (macro y micro flora/ fauna), lo cual requerirá de mediciones desde millones de sensores remotos para resolver los desafíos que plantean cada vez más consumidores, que en este nuevo mundo son urbanos. Para esto, debemos incorporar nuevas herramientas y conocimientos. En esta intersección se desarrolla el agtech, un espacio al que en los centros mundiales de innovación le están poniendo cada vez más atención y que puede ser mucho más que una simple oportunidad de negocios
¿Cómo aprovecharlo? Dinero no falta. A nivel global, en 2021 se destinaron US$30.000 millones a emprendimientos tecnológicos que buscan solucionar problemas vinculados al agro. Y sumando los últimos 5 años, la cifra supera los US$100.000 millones.
Talento tampoco falta. A pesar de la declinación de la calidad educativa, los índices de la Argentina siguen siendo superiores a los de la región. En el agro, en la tecnología y en el mundo científico se cuenta con una gran cantidad de profesionales vinculados globalmente. Paralelamente, existen muchos profesionales en esos ámbitos distribuidos por el mundo dispuestos a colaborar con quienes deseen emprender.
Aquí está la oportunidad para traer muchos de los dólares que el país necesita, por un lado, y de generar empleos de calidad que permitan el desarrollo de las personas y sus comunidades, por el otro.
Basados en la experiencia de la siembra directa y la eficiencia en el uso de insumos y maquinaria logrado por los profesionales, el agro tiene con qué liderar el camino de la producción global hacia mejores prácticas. Gracias a las herramientas digitales, el acceso al conocimiento hoy casi no tiene restricciones.
Hay un ecosistema de instituciones y personas que dan contención, mentoreo y relacionamiento a emprendedores.
En este mundo de la bioeconomía, el agtech es el espacio de soluciones tecnológicas para el agro. Es el nexo entre quienes gestionan los procesos de fotosíntesis y los consumidores con las nuevas demandas. Por esta razón, el agtech tiene la oportunidad de aportar algo que está faltando en nuestra sociedad: articularnos, alineando los intereses de los diversos actores.
¿A qué se hace referencia? Permítanme relatar una vivencia. En un viaje por Israel, visitando una fábrica de invernáculos junto a un asesor técnico que el gobierno proveía, un judío askenazí de unos 60 años, llega el dueño, que por su vestimenta y fisonomía era indudablemente un árabe. Entonces, se dio una situación que podría repetirse en cualquier fábrica de nuestro país un lunes luego de un River-Boca (o el clásico que quieran). Asesor y dueño, al encontrarse, se abrazaron en una danza rodeada por chanzas, pellizcones de barriga y gritos cómplices, amplificados por la fonética de estos idiomas donde la “J” hace que cueste distinguir entre gritos de pelea y gritos de cariño.
Asombrado con la situación le pregunté al asesor:
- “Sergio, no entiendo lo que acabo de ver. Árabes y judíos, ¿no se odian? “. Detuvo su caminata en el descanso de la escalera y me dijo:
- “Eso es lo que buscan políticos o religiosos para gestionar sus cuotas de poder.” Y continuó:
- “En esta empresa tenemos que fabricar 1200 hectáreas de invernáculos para llevar a Etiopía. ¿Pensás que tenemos tiempo de pelearnos?”
De la misma manera que en esta historia, la búsqueda de soluciones a los grandes problemas del mundo requieren de lo mejor del campo y de la ciudad. Para ello, como enseñaba el profesor de la escuela de negocios al inicio del artículo, es necesario ampliar la mirada y complementarse con otras disciplinas. De eso se trata alinearnos. En este sentido, estoy convencido de que el agtech está llamado a ser la clave de bóveda y por eso puede afirmarse que este espacio tiene la posibilidad de valer tanto o más que 1200 hectáreas de invernáculos.
El autor es CEO y cofundador de Club AgTech
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