Integrante de una familia numerosa en una aldea de Entre Ríos, Rodrigo Farías ideó una bomba para extraer agua dulce
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“No tengas miedo de fallar. Nunca vas a saber lo que vas a perder si no lo intentas”, decía William Kamkwamba, cuando presentaba su película autobiográfica “El niño que domó el viento”.
Dos mundos diferentes y a la vez dos realidades semejantes. En la aldea Wimbe, en Malaui, África, Kamkwamba con sus 13 años buscaba conseguir agua potable para su familia y sus cultivos. Del otro lado del Atlántico, en la aldea Farías, en la provincia de Entre Ríos, Rodrigo Farías con sus 16 años trataba también de encontrar agua dulce para su huerta familiar. Los dos sabían que solo con perseverancia e ingenio iban a lograr quebrar y superar sus carencias.
Rodrigo tiene 14 hermanos. En el paraje donde vive hay unas 30 familias. A diferencia del niño africano que tuvo que abandonar la escuela por no poder pagar su matrícula escolar, el joven entrerriano es estudiante de tercer año de la escuela rural secundaria N°14 “Palmas de Yatay” en Raíces Oeste, en el departamento Villaguay.
El establecimiento educativo se encuentra sobre la ruta nacional 18 en el kilometro 96,5, en medio de tres aldeas: Díaz, Pérez y Farías y cuyo director educativo es Diego Capurro.
La vida de Rodrigo era muy tranquila, por la mañana iba a la escuela que queda a unos cuatro kilómetros de su casa, a veces en combi y otras caminando, cortando trechos por entre los campos. Por la tarde volvía a ayudar a su madre a sacar yuyos, sembrar o regar, mientras su padre hacía trabajos en madera, como sillas, mesas y butacas, con trenzados con los juncos de las totoras.
Al ser una familia numerosa, desde siempre cada hijo tuvo una tarea asignada para colaborar con los quehaceres familiares. “Mi hermano más chiquito se encarga de dar de comer a las gallinas, Vilma, otra hermana, es la que cuida los animales y yo me encargo de la huerta, que aprendí de mi madre a quien siempre acompañaba”, cuenta a LA NACION.
Sin embargo, a fin de 2019, un accidente de tránsito se llevó la vida de su madre y de un hermano. Ante esta situación, la vida familiar cambió. Para Rodrigo fue difícil esa pérdida pero supo transformar su dolor en algo reconfortante: en honor a ella y como legado, se propuso no solo continuar con la huerta sino aumentar la superficie a sembrar.
Trajo chilcas del monte y las cortó prolijamente del mismo tamaño. Las ató con alambre y así fue cubriendo todo el perímetro de la huerta para impedir que los animales entren a estropear sus cultivos.
Pero había un problema mayor a resolver: el agua que había en el lugar no era buena. “Es muy salada y no servía para regar, por eso decidí hacer un pozo a ver si encontraba agua de la buena para mis sembrados. De hecho, nosotros tampoco la consumimos y teníamos que ir con bidones a buscar a un tanque comunitario”, relata.
Ahí nomás, se puso manos a la obra y a pala limpia hizo un pozo de seis de metros de profundidad hasta que encontró agua “que por suerte era dulce”. Puso un caño de 110 y adentro uno más fino, le pasó una cuerda y cada 50 centímetros le ató unas gomitas.
Ya en la superficie armó un sistema de bombeo manual con una polea y una rueda de bicicleta vieja que encontró tirada. La alegría fue inmensa al ver que su invento funcionaba. Está contento con su construcción porque ya no tiene que ir día por medio a buscar agua al tanque comunitario. Ahora, en su casa, su familia ya tiene agua para consumir: “Fue lindo ver que pude lograrlo”.
En la escuela, el joven tiene un Proyecto Pedagógico Individual para la Inclusión (PPII), que lo ayuda a desarrollar las habilidades donde mejor se adapta. En tiempos de pandemia, son los directivos quienes se acercan a las casas de los alumnos para darles los trabajos y deberes porque la conectividad es inexistente.
“En general, los profesores de las escuelas rurales, al margen de la cuestión educativa, tenemos un rol social con los chicos y sus familias y siempre estamos acompañándolos. Una vuelta que visité a la familia Farías me sorprendí el trabajo que había hecho en la huerta y el sistema de bombeo que había fabricado. Ahí me dijo que le faltaba insumos para sembrar, así que a la semana siguiente cuando volví le llevé semillas y plantines”, describe Capurro.
Todas las tardes, Rodrigo trabaja los surcos, cuidando cada plantín que nace. Mientras saca los yuyos que crecen y se fija que no ataquen las hormigas y los caracoles, sueña con seguir progresando en su pasión que es la agricultura. Sabe que solo está en él proponérselo.
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