Para la oleaginosa son cruciales los avances científicos que se están llevando adelante con el uso de microorganismos
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La vida de las plantas representa un mundo infinito de conocimientos y, por sus capacidades, la soja es una de las que abre camino. En un gramo de suelo puede haber 10.000 millones de microorganismos, más que la población humana del planeta en una porción que entra en una cucharita de café. La biodiversidad es muy grande y tiene mucho que aportarle a la producción de alimentos.
Las plantas son grandes fábricas de vida. Así como por la fotosíntesis se transforma dióxido de carbono y agua en hidratos de carbono, es gracias a la cooperación con un grupo de bacterias rhizobiales que se produce la fijación biológica de nitrógeno, elemento que integra el aire en un 79% y que ayuda a la conformación del rendimiento. ¿Cómo? Debido a la actividad de una enzima denominada nitrogenasa, las bacterias transforman ese nitrógeno molecular en dos moléculas de amoníaco que después utilizan las plantas para aumentar el contenido de proteína en grano. No es magia. Es biología. Y Gustavo González Anta, profesor de microbiología de Unnoba y UBA, y presidente del laboratorio Indrasa biotecnología, es uno de los que más sabe del tema.
“Hoy sabemos que algunas especies microbianas pueden aumentar hasta un 26% o 27% la capacidad de fijar nitrógeno. También se ha trabajado en las señales que da la planta y la bacteria para que se produzca la unión, se forme el nódulo y se aumente mucho más el proceso de fijación. Por último, la investigación ha dado con cepas y formulaciones de bioinsumos a partir de Bradyrhizobium japonicum que son más resistentes a las condiciones de estrés por déficit hídrico y altas temperaturas. En esos tres ejes, la ciencia de los cultivos ha dado grandes pasos”, enumera el especialista.
Los bioinsumos más tradicionales en soja -y los más utilizados- son los inoculantes con Bradyrhizobium, “pero hoy se están incorporando otros microorganismos que permiten aumentar el desarrollo radicular”, cita González Anta. Se trata de Pseudomonas y Azospirillum o también una gran serie de Bacillus que aumentan el desarrollo de las raíces de las plantas de soja para que exploren más suelo y capturen más agua y nutrientes.
Pero la investigación no queda ahí. “La otra herramienta microbiológica que estamos utilizando es la vinculada con la solubilización del fósforo que es, después del nitrógeno, uno de los nutrientes más importantes que requieren las plantas de soja. También hay avances con microorganismos rhizobiales capaces no sólo de fijar más nitrógeno sino de resistir los estreses abióticos, particularmente los hídricos”, detalla el investigador.
Los biofungicidas son otros jugadores altamente compatibles con todos los microorganismos utilizados en inoculantes que permiten controlar los patógenos de semillas gracias a la adopción de un hongo antagonista que se llama Trichoderma. ¿Qué le aportan estos consorcios microbianos a la soja? Según González Anta, con los inoculantes se obtienen incrementos de rendimiento de entre un 4% y un 8%. Al sumar a éstos las Trichordermas, el porcentaje oscila entre el 7% y el 15%. “Estos hongos, además de controlar las enfermedades, tienen la capacidad de generar efectos de promoción del crecimiento y el desarrollo: solubilizan fósforo y producen una molécula que es una hormona que se llama ácido indolacético que promueve el desarrollo radicular. Ahí radica el plus de rendimiento”, explica el especialista.
Los biofertilizantes no atienden todas las necesidades nutricionales del cultivo de soja. “Se pueden construir hidratos de carbono y nitrógeno, pero los otros nutrientes como fósforo, zinc, cobalto y molibdeno deben estar en el suelo. Muchas veces esos nutrientes están bloqueados en el suelo y este tipo de herramientas ayuda a ponerlos disponibles para que la planta los pueda absorber”, detalla.
¿Qué se viene?
González Anta destaca en primer lugar la producción de biomoléculas. “Hoy estamos utilizando los microorganismos para que generen moléculas que controlen el estrés biótico y abiótico de los cultivos. En lugar de recurrir a ingredientes que surgen de síntesis química, utilizamos un “bichito” que puede o no ser modificado genéticamente pero que al final del día me da una molécula biológica que se utiliza para el fin que fue diseñada”, explica.
El segundo campo de trabajo es el proceso de selección de microorganismos más resistentes al estrés abiótico. “La falta de agua, las altas temperaturas, el cambio climático, la necesidad de capturar carbono para mitigar el efecto invernadero nos lleva a buscar microorganismos que tengan un mejor comportamiento a esta nueva realidad”, expresa.
La tercera línea tiene que ver con la metagenómica, los genes de los microorganismos que están adentro de las plantas. “Hablar de genes es hablar de funciones. En cuanto más se conocen se pueden planificar prácticas para que la planta pueda capturar del suelo o de inoculaciones los microorganismos que mejor aportan a su actividad”, explica.
Y luego está la transformación genética de microorganismos. “Hoy tenemos animales y plantas transgénicos, insulina y antibióticos producidos con transgénicos. Si se puede agregar a una bacteria como Bradyrhizobium japonicum la capacidad de solubilizar fósforo se están matando dos pájaros de un tiro. Esta es una temática en discusión actualmente”, concluye González Anta.
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