Años 1860/70/80, oeste de las Provincias de Buenos Aires y La Pampa, Presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. La frontera que separa las tierras con dominio del gobierno nacional, de aquellas aun en poder de los pueblos originarios es un límite difuso y cambiante. Si bien se le decía desierto en forma genérica (como algo que es inhóspito y lejano), eran tierras fértiles y aptas para la agricultura y ganadería. Los protagonistas: Villegas, Roca, Mansilla; Levalle; Racedo y Vintter (entre otros) por un lado; Coliqueo, Calfucurá, Catriel, Namuncurá y Pincén por el otro.
La estrategia militar de esa época dictaba que a medida que la colonización avanzaba, se iban instalando fortificaciones para blindar la frontera, regulando el paso a través de la misma y protegiendo pueblos, ciudades y colonizadores.
Dichas fortificaciones fueron, resumiendo, fuertes y fortines. Más grandes, fijos y con futuro de ciudad o pueblo los primeros, humildes postas de carácter precario y efímero los segundos. Se establecieron más de 100 fortines a lo largo 2000 km de frontera.
¿Cómo eran los fortines del desierto? Eran construcciones fortificadas de carácter temporal, de formas varias, con predominio de plantas circulares de 20 metros de diámetro (la forma geométrica más fácil de defender), compuestas por un foso, de donde se sacaba la tierra que constituía el contrafoso o muro perimetral, y en su interior uno o más ranchos de barro o adobe y techos de paja, juncos o cuero. Si se podía, contaba con un mangrullo de troncos, que a modo de torre, se usaba para vigilar el horizonte. Por lo general había un pequeño cañón o pedrero, medio obsoleto, para dar aviso sonoro en caso de malón o presencia de indios (tres disparos si venían por la rastrillada izquierda, cuatro si era por la derecha). También componían al conjunto un corral para la caballada (con foso y contrafoso o muro de palos).
Generalmente se emplazaban junto a alguna laguna de agua dulce o un río o arroyo de llanura. Sus formas podían ser también pragmáticas, muchas veces se adoptaba la morfología que la realidad imponía, pero siempre estando situados en el sector más alto de la zona elegida. Un puente de troncos o tablas (levadizo en acantonamientos importantes) conectaba al recinto con el exterior. Si había, se usaban ramas, palos y cactus en refuerzo del parapeto perimetral.
Sus dimensiones eran pequeñas, dado que conforme se corría la línea de frontera, el fortín se abandonaba. Cuando la vida útil de estas construcciones llegaba a su fin, se retiraban los materiales o elementos de valor y se trasladaban a otro lugar.
La dotación también era reducida con un promedio de diez soldados al mando de un oficial o suboficial. El grado de deserción era alto y no siempre había voluntarios para conformar las guarniciones. La vida en estos lugares era sufrida, solitaria y tediosa. Salvo en los fuertes más importantes, aquí no había familia ni mujeres, ni niños. Podía haber un mínimo de cuatro caballos por persona y perros en cantidad.
Los fortines se situaban a una distancia de 20 kilómetros uno del siguiente y se conectaban varias veces al día a través de la descubierta (salían jinetes de cada fortín y se encontraban a mitad de camino, pasándose las novedades y ordenes) así en toda la línea.
La comida consistía en carne de oveja, vacuno o yeguarizo (si, comer yegua o caballo era relativamente común) por lo general asada, animales de la zona (Ñandú, peludos) yerba mate o té pampa (infusión de plantas nativas silvestres), tabaco y algún aguardiente. Todo lo que la tierra brindaba y lo poco que algún convoy pudiera acercar.
Las armas eran lanzas, cuchillos y facones, algún fusil Remington y pocos revólveres. La ropa se remendaba y muchas veces el uniforme era solo una chaquetilla de lana, el resto de auto confección (botas de potro, ponchos de telar) mezclado con camisas de algodón, chiripas, quepís y chambergos.
Así y todo, la vida en estos fortines era peligrosa. La aparente monotonía se alteraba de cuando las tribus vecinas intentaban cruzar la frontera. Hubo escaramuzas, ataques, peleas y batallas en donde cada bando cumplía su tarea: la protección de la zona unos, los malones otros. Para fines del siglo XIX todo esto había terminado.
Con el paso de los años y los efectos del clima y la intemperie, los remanentes de estos fortines son hoy túmulos de tierra que se yerguen en los campos de esas zonas como testimonio de soberanía, patrimonio arqueológico y vestigios de una gran época de nuestra historia.
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