Con 62 años, el productor y contratista rural Omar Tarramasco recuerda los días transcurridos durante el conflicto en el Atlántico Sur y su posterior vida en el campo
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Cada año, para estas fechas, el productor agropecuario y contratista rural Omar Tarramasco, de 62 años, vuelve el tiempo atrás y recuerda cada instante vivido en Malvinas en 1982. Pasaron 42 vueltas al sol de aquel día en el que tuvo que regresar al Regimiento 6 de Mercedes, en provincia de Buenos Aires, del que se había ido solo un mes antes cuando le dieron la baja luego de realizar el servicio militar obligatorio.
En su casa en el pueblo bonaerense de Rivas, se alista cual soldado para el combate para salir a los campos de la zona para realizar los servicios de cosecha. Como tercera generación de productores agropecuarios entiende muy bien cómo es eso de trabajar en el sector. Porque lo vivió desde pequeño, viendo a su abuelo y a su padre llevar adelante las labores rurales hasta que le tocó primero “la colimba” y luego ir a “Malvinas”.
Mientras se prepara para tomar la ruta, rememora aquellos tiempos pasados. “Un 5 de marzo salí de baja y me puse a trabajar en el campo pero el 7 de abril tuve que largar todo para ir a la guerra. Nos dieron otra vez el rol de combate”, cuenta a LA NACION.
Fueron dos noches en Mercedes, de ahí a Río Gallegos, donde les dieron un mate cocido y sandwich de membrillo y queso para embarcarlos en otro avión rumbo a Malvinas. Era 13 de abril de 1982 y tenía 20 años recién cumplidos. No se acuerda bien cómo fue esa despedida con sus padres y hermanos, si lo acompañaron al regimiento o fue solo y el adiós se produjo en el campo de Rivas.
Ya en Puerto Argentino, con sus compañeros, que serían unos 20, y dos morteros 120, se acomodaron en una ladera, entre el monte Williams y el monte Sapper Hill, donde armaron un refugio. Fueron exactamente 58 días no solo de frío sino de lloviznas constantes que, con la falta de sol, la ropa permanecía húmeda y costaba secarse. “Eso si que era complicado. Hicimos un refugio por arriba de la superficie porque donde estábamos no se podía cavar porque se llenaba de agua. Si hacías un pozo, al otro día estaba repleto de agua”, dice.
En el grupo había gente de Luján, San Miguel, José C. Paz, Merlo y Lobos, todos jóvenes bonaerenses que se turnaban para ir al pueblo a buscar correspondencia y provisiones. “Lo que más extrañaba, aparte de estar con mi gente, era no tener un pedazo de pan para comer. En ese tiempo nunca más comimos pan, fue una cosa que desapareció de nuestras vidas”, expresa.
Los días pasaban y cada vez era más difícil la estadía. La lluvia constante y el mar en el horizonte pasaron a ser parte de su cotidianeidad: “Entramos en una supervivencia continua”. El 1º de mayo comenzaron los bombardeos nocturnos. Primero se escuchaba un silbido y al rato la explosión. Al principio daba mucho miedo pero con el tiempo se convirtió en una pieza más del rompecabezas del paisaje. “Pasaron unas noches y, como nos dábamos cuenta que no era para nosotros, seguíamos durmiendo. Pero igual el miedo nunca se fue”, cuenta.
Cuando empezaron a caer las bombas enemigas y vio que la cosa tomaba un color más oscuro, se planteó para qué había ido, pudiendo quedarse en el continente: “Me arrepentí de haber querido estar en las Islas por ese orgullo patriota que todos tenemos de defender la Patria. Pensaba para mis adentros: ¿a qué vine?”
La alegría de los soldados del refugio aparecía cuando, por sorteo, una vez por semana, les tocaba ir a Puerto Argentino a buscar cartas y encomiendas que mandaban amigos y familiares. También tenían “unos recreos” donde los llevaban a bañar y a comer la buena y famosa polenta, “era como un premio ir al pueblo”. Sin una radio, el único contacto con el exterior era el diario semanal que conseguían y las novedades que se enteraba y traía aquel soldado elegido que iba hasta el poblado; también por los relatos en las misivas familiares.
“Cada carta que recibía me hacía volver por un rato al menos a mi lugar en el mundo: el campo. Me hacía muy feliz recibir noticias de mi familia y cuando no me llegaba ninguna me ponía mal. Yo les contestaba que pronto nos íbamos a volver a ver, les prometía en cada carta que cuando regrese íbamos a ir a comer unos ravioles al restaurante Silvano, en el pueblo vecino de Tomás Jofré”, rememora.
Y llegó el 14 de junio. Fue ese día que recibieron la orden de replegarse. Era el final. Esa mañana lluviosa, cuando recorrían esos seis kilómetros de camino del refugio hasta el pueblo, los bombardeos no tardaron en llegar: primero las bombas caían a unos 20 metros y de a poco fueron cada vez más cerca.
“En esa corrida perdimos un compañero; era de Lobos y se llamaba Sergio Zárate. A nosotros nos salvó el monte Sapper Hill porque en un tramo lo envuelve al camino y pudimos zafar”, detalla con tristeza.
Con mucho cansancio y sin saber mucho qué pasaba llegaron al pueblo. Al otro día les hicieron entregar las municiones y los mandaron al aeropuerto y luego los regresaron a unos galpones. Fueron dos o tres noches, ya no recuerda con precisión, los que pasaron en esos fríos tinglados de chapa, donde cada uno se acomodó como pudo y donde encontraron al menos algunos bultos con comida. Algunos dormían en los cráteres de las bombas caídas.
Hasta que llegó el tiempo para embarcar y, en unas barcazas fueron hacia Bahía Paraíso. Allí se pudieron bañar, les dieron ropa y por fin comieron “bien”. Luego, tras navegar toda la noche, llegaron al continente: Punta Quilla, en Santa Cruz. De ahí en colectivo a Río Gallegos y luego en un Fokker a Comodoro Rivadavia. Después otro avión más grande los llevaría hasta El Palomar y en camiones a Campo de Mayo, para finalmente en colectivo al Regimiento 6 de Mercedes, donde se reencontró con su familia. Ese mismo día, entre llantos y abrazos, ni bien llegado, la promesa de aquel soldado a miles de kilómetros se cumplió: fueron a Jofré en busca de los ravioles de Silvano.
Cuando mira en retrospectiva, Tarramasco cree que las vivencias en el Atlántico Sur le sirvieron para tomar una firme decisión: quedarse en el campo y ayudar a su padre en los trabajos rurales. “Entendí que era el lugar donde quería estar, que lo que me iba a hacer bien era estar cerca de mi familia. Así comencé a trabajar con un tractorcito que era de mi padre haciendo unos extras para mí. Y de a poco fui creciendo, comprándome mis propias maquinarias agrícolas. Y hoy soy todo lo que quise ser: productor y contratista”, finaliza.
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