Hernán Vassallo es una de las caras visibles en la actualidad de un oficio ligado a la ganadería: rematar hacienda
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Hernán Vassallo recuerda el día en que a la mitad de un remate en Chascomús, desde arriba de un atril, Julio Colombo, director de la consignataria en la que se venía desempeñando, lo miró y le dijo: “Seguís vos”. En ese momento, cuando los ojos del público se posaron en él, la adrenalina y los nervios invadieron su cuerpo: era lo que había esperado toda su vida. Respiró profundo, se acomodó la camisa, se subió al atril, tomó el martillo y a los 23 años remató por primera vez.
“El sentimiento que tuve ese día es algo muy difícil de olvidar. Volvimos en auto a Buenos Aires y durante todo el viaje retuve mis ganas de ponerme a gritar de la emoción”, dice en diálogo con LA NACION. Era el sueño cumplido y la confirmación de que eso era lo que quería hacer el resto de su vida.
Desde pequeño, cuando Vasallo acompañaba a su padre, productor ganadero, a los remates, él se paraba frente al atril y decía: “Yo voy a ser martillero”. Ahora su padre mira sentado entre medio del público. “No me lo dice, pero creo que está orgulloso”, confiesa. Ya acumuló más de 14 años de experiencia en la actividad.
Oriundo de la localidad entrerriana de Villaguay, a los 17 años se trasladó a Buenos Aires para estudiar agronomía con la idea de dedicarse a la parte comercial de la ganadería. Un día, se levantó a las 5 AM, se tomó un colectivo de la línea 146 y se bajó en el barrio de Mataderos. Lo hizo con la intención de entrar en el Mercado de Liniers, aunque no tenía una acreditación para ello. No obstante, con su ingenio, unos mates y un rato de charla, convenció a un encargado para que lo dejara ingresar.
Ese día, después de presenciar el remate de una casa consignataria, se camufló en el catering y, mientras repartía copas de vino y sándwiches, se ofreció para trabajar. A los pocos meses lo llamó el dueño de la firma para ofrecerle un puesto. “Mi papá no estaba muy convencido de que empiece a trabajar porque prefería que siga con mis estudios de agronomía. El día que fui al mercado tuve que hacerlo escondido”, recuerda.
Tras empezar a trabajar, todas las mañanas se tomaba el colectivo a las 4.30 para ir a ese mercado. Allí la jornada comenzaba con la tradicional costumbre de los gauchos del lugar: mate cocido con matambre a las 5 AM. Luego pesaba la hacienda y organizaba los corrales con el ganado. Más tarde volvía al centro porteño para hacer cadetería. “Empecé desde abajo y eso me permitió conocer todo el negocio. Para mí el mercado fue una universidad, quedó una parte de mí ahí adentro”, reflexiona sobre el tradicional mercado que tuvo su última jornada de operaciones el 13 de mayo pasado.
Luego, en 2005, ingresó a trabajar en la consignataria Colombo y Magliano. “Tengo la suerte de haber dado con una empresa familiar que, si hay algo que destaco de esta firma, siempre deja crecer a los que tienen ganas de crecer y eso hicieron conmigo”, cuenta.
En su labor, antes de martillero fue planillero cuatro años, lo que le permitió ganar experiencia para el día en que le iba a tocar subir al atril. “Como en el Mercado de Liniers el remate era rápido, porque se remataban en 15 minutos de a 500 a 1000 cabezas, al martillero lo acompaña un planillero que es quien le canta el corral, la cantidad de cabezas, el remitente y el peso de la hacienda. Es también quien anota el precio y el comprador”, explica.
En 2006, durante un viaje a Chascomús por un remate de 1500 cabezas, Colombo lo sorprendió al invitarlo a que termine él la subasta de un remate de unos terneros para invernada.
La segunda oportunidad llegó en menos de 24 horas en el viejo Mercado de Liniers con vacas. “Rematar en el Mercado de Liniers como martillero era como Harvard, el lugar en donde yo soñaba trabajar”, cuenta. No pasó mucho tiempo hasta que dejó la carrera de agronomía para empezar un curso de martillero.
“Con 28 años me encontré con que remataba en el Mercado de Liniers, las ferias en la provincia de Buenos Aires, en las cabañas en el norte del país y en remates televisados”, afirma.
Si bien su trabajo es el mismo, cambia la experiencia y los sentimientos que atraviesa en cada uno de esos lugares en donde los recibe un público con diferentes gustos y costumbres.
También reconoce los desafíos que trajeron las tecnologías con los remates televisivos o virtuales. “Con el tiempo uno va aprendiendo a adaptarse a los lugares, los tiempos y responder de la mejor manera posible”, detalla.
“El martillero es la cara visible de lo que hace un equipo. Cuando vos estás arriba de atril sabés que abajo te están apoyando y te van a dar agilidad y, de alguna manera, estás tranquilo de que hay alguien acompañándote”, comenta y agrega: “También le debo mucho a mi familia que me acompaña porque es difícil; uno viaja mucho y, sin embargo, siempre me apoyaron”.
Esta nota se publicó originalmente el 8 de agosto de 2022
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