El neuquino Maximiliano Salas, que ahora tiene 22 años, reparte su vida entre recitados que cuentan historias de la gente del campo, vende pollos y doma caballos
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En su chacra alquilada de tres hectáreas, cerca del poblado neuquino de Senillosa, a unos 35 kilómetros de la capital provincial, a mitad de semana y, aunque todavía no terminó de desarmar su bolso, Maximiliano Salas ya está organizando su nuevo viaje para este viernes.
Con sus 22 años, se define “orgullosamente” payador. Esa es su profesión y así lo siente, no recuerda bien cuándo se despertó en él esa pasión pero cree que “seguro que fue cuando niño”. Pero, ¿de qué se trata ser payador? Son músicos populares que improvisan un recitado en rima acompañado de una guitarra.
No es cualquier poesía improvisada, son cantos que describen la realidad y las historias de tristezas, angustias y alegrías de la gente de campo. En la Argentina, es una costumbre que viene de antaño con payadores que recorren distintos lugares del interior del país, participando de diferentes fiestas gauchas, y donde esa vida itinerante se convierte su modo de existir.
Como todos los días que está en la finca, esta mañana Salas se levantó temprano, encendió la radio para escuchar su programa habitual de música surera y se preparó unos mates. Luego, aprovechó para darles unos galopes a los potros que está domando de una gente de un campo vecino. Regó la huerta y también dio de comer a las gallinas, su nuevo emprendimiento de venta de pollos parrilleros que tiene para ayudar a “parar la olla”.
“No es fácil ser músico y vivir de esto y eso que yo ahora estoy más afianzado y la gente ya me conoce. Pero cuesta, por eso cuando estoy en la chacra me dedico a amansar caballos, y ahora sumé engordar pollos parrilleros que los vendo en el pueblo”, cuenta a LA NACION.
La vida de Salas no fue sencilla, se crió con sus abuelos paternos en un campo en Río Negro, donde la familia tenía chivas y algunas vacas. Por la mañana iba a una escuela cercana y, por la tarde, ayudaba a sus parientes a cuidar los animales. En sus momentos libres, casi a escondidas y entre tanta soledad, prendía la radio a transistores para escuchar las milongas. También, cada vez que podía, tomaba la vieja guitarra de su abuelo o la acordeón verdulera que estaba abandonada en un cuarto del fondo e improvisaba notas y recitados.
“Solo me dejaban escuchar la radio una hora por día porque las pilas eran muy caras y no había para gastar de más. Así fui aprendiendo algo de esto, después de escuchar una milonga, tomaba la guitarra para tratar de sacar alguna nota. Desde chico fui autodidacta”, describe.
Con la muerte de su tío Avelino, que tanto también le había enseñado de las cosas de campo, entendió que si quería progresar debía seguir estudiando. Y aunque le daba pena abandonar a sus abuelos, armó su bolso y partió a Senillosa.
Allí comenzó la secundaria en una escuela nocturna y, para mantenerse con los gastos, se convirtió en ayudante de albañil, también cuidaba una chacra y amansaba algunos caballos. Una tarde, estando en la escuela, en una hora libre, encontró una guitarra y sentado en el patio se puso a tocar.
Ahí nomás se acercó un compañero que conocía de milongas y le preguntó dónde había estudiado. Sin vergüenza le dijo que había aprendido solo, que tenía la capacidad de rimar y de relatar las cosas que le suceden a la gente de campo.
“En un papel, me enseñó que para armar los versos debía utilizar la décima octosilábica y que así iba a ser más fácil rimar”, detalla.
Al tiempo, otros conocidos le propusieron tocar en un encuentro de payadores en Villa El Chocón. En un principio dudó porque no tenía nada de experiencia en tocar en público y el único que lo había escuchado alguna vez fue su tío. Pero enseguida pensó que era una oportunidad y no estaba dispuesto a desecharla. Ahí, a sus 16 años, cantó por primera vez en público y se convirtió en el payador más joven de la Argentina.
A partir de ese festival, junto a otros payadores reconocidos, comenzó a recorrer el país, incluso lo contrataron en Chile para ir a cantar. “Estuve en fiestas donde cantaban grandes payadores como Carlos Marchesini, Saúl Huenchul y Santiago Vaquero. Nunca imaginé subirme a un avión, era algo que veía en el cielo inalcanzable. También dejé de changuear y con mucho esfuerzo pude egresar de la secundaria”, cuenta.
“Y hace un tiempo me alquilé una chacrita en las afueras para tener un lugar donde poder desarrollar alguna actividad económica y arranqué un nuevo emprendimiento. Un veterinario amigo me dio un curso de cría de pollos parrilleros y los vendo en los pueblos de la zona”, agrega.
Cuando puede y tiene algo de tiempo, se corre hasta Planicie de Jaguelito, Río Negro, a visitar a sus abuelos, que se sienten felices del progreso de su nieto. “Mis abuelos me apoyan siempre y se sienten orgullosos de mi crecimiento. Mis sueños son estudiar música y nunca despegarme de la guitarra para no dejar de ser payador, que me dio todo lo que tengo”, finaliza.
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