Todo sucedió un ocho de marzo de 1872. Bajo un sol ardiente y entre el remolino sofocante de la polvareda de más de siete mil caballos ejecutando una danza de muerte. Eran las siete de la mañana y las notas de carga del clarín del trompa órdenes, rasgaron la pureza de la mañana. Al galope, los vasos de los patrios hendiendo los arenales de la arratonada llanura, se lanzaron Rivas, Boerr, Leyría, Ocampo, Catriel y Coliqueo. Enfrentaban una masa humana de miles de tacuaras comandadas por el mítico Juan Calfucurá, el cacique más importante de la historia argentina, quien acaudillaba a Pincén, Reuque Curá y Manuel Namuncurá, entre muchos otros bravos que defendían con ahínco la soberanía ancestral de sus planicies.
Acaeció el ocho de marzo de 1872, y a la batalla se la denominó San Carlos. Fue el hecho de armas más trascendental, en cuanto a cantidad de combatientes, de toda la larga historia de la llamada “Conquista del desierto”: más de siete mil confrontaron entre un bando y otro y varios centenares quedaron para siempre entre aquellos médanos, regados por su sangre.
Todo comenzó con una gigantesca invasión del gran cacique Calfucurá (piedra Azul). El malón de proporciones inimaginables se llevaba un botín de decenas de miles de cabezas de ganado en pie, muchas fuentes históricas hablan que el arreo superaba las cien mil cabezas. Tan sólo el balerío de la hacienda del arreo ensordecería los oídos a centenares de metros. Los “Huincas” se enteraron y les salieron al cruce, Rivas junto con su aliado indígena Cipriano Catriel, arrancó desde el Azul y Boerr con su gente recorrió sesenta leguas en tan sólo cuarenta y ocho horas, para llegar a destino.
Ya en la batalla, la indiada de Catriel se negaba a combatir a sus hermanos de sangre, por eso, el cacique le pidió a Rivas una escolta de fusileros para colocar detrás de sus indios, con la orden de que si alguno volvía cara al enemigo y retrocedía, fuera fusilado allí mismo, sin más. Calfucurá arengó a sus hombres recordándoles todas las grandes victorias obtenidas contra los criollos: Sierra Chica; San Jacinto y San Antonio de Iraola, entre otras.
El combate de grandes cargas de caballería y encontronazos a pecho limpio, y mano férrea que manejaba la lanza, el sable, la carabina de chispa o las bolas de boleadora, terminó decidiéndose cuando Rivas, aquel uruguayo mitrista, ordenó a Ocampo, Leyría y al cacique amigo Coliqueo, cargar contra el centro aborigen con el mayor de los ímpetus. Así lo hicieron una y otra vez, hasta que la línea de los lanceros de las Pampas se quebró y comenzó la retirada.
A los indios no les convenía perder tiempo, porque mientras ellos combatían el gigantesco arreo era conducido por mujeres y jóvenes de corta edad hacia el Oeste, es decir, hacia las profundidades de la “Tierra adentro”. La retirada de Calfucurá hizo posible que en su poder se mantuviera, la mayor parte de la hacienda en pie, que era el objetivo de todo malón. Desde ya que los militares los persiguieron, pero poco pudieron hacer por el cansancio de las caballadas y por el tañido del sol implacable que repiqueteaba sobre sus cabezas.
Sucedió en las cercanías de la actual ciudad de Bolívar, en el Oeste bonaerense, hace ya ciento cincuenta años, pero lamentablemente, pocos lo recuerdan. Muy extrañados quedarían aquellos valientes de ambos bandos si desembarcaran en este tiempo y observaran que nadie sabe sus nombres y que sus gestas habitan el más yermo de los olvidos. Un pueblo que no conoce su historia no tiene porvenir. Palabra que la mayoría de los argentinos que habitamos el pueblo llano, sabemos que no está hecha para nosotros. Años y años de gestiones políticas devastadoras nos lo robaron.
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