Howard Buffet, hijo del mítico empresario estadounidense Warren Buffet, escribió un libro titulado “40 Chances”. Y se refiere a las 40 primaveras que tiene un agricultor en su vida para expresar en el lienzo del campo el arte de producir alimentos, fibras y forraje.
Pero, si ese acotado y finito concepto, que desnuda las limitaciones humanas, lo extrapolamos y, en lugar de referirnos a la vida de una persona y sus oportunidades, lo enfocamos en las posibilidades que un país como la Argentina tiene, ahí visualizamos la pérdida colectiva en cada primavera que pasa, con producciones a media máquina en relación con las potencialidades. De esa manera vemos como se escurre entre los dedos el desarrollo de toda una Nación.
Y al darnos cuenta podemos pasar de la melancolía de aceptar la finitud humana a la rabia de saber que cada año desperdiciado por la Argentina significa más pobreza y menos posibilidades para generaciones de argentinos.
Una sequía de la magnitud como la acontecida esta pasada campaña interpela a todos. Ministros que ven en “la cosecha” un flujo permanente e inagotable de divisas donde poder abrevar, tapar ineficiencias de otros sectores, y continuar con el festival del gasto público. Como así también, a quienes dan por sentado que siempre estará el campo para soportar una mayor carga impositiva en relación con otros sectores económicos.
Pero resulta que, de golpe ante un evento climático severo, el tembladeral es tan intenso, que la economía argentina se encuentra pedaleando en el aire. La luz se apaga, y no hay plan “B” para continuar con el despilfarro.
A los productores una caída del 50% o del 70% en rendimientos los golpea debajo de la línea de flotación. Pero la sequía extrema es “por única vez”, o al menos es una excepción. Mientras que la combinación de DEX (retenciones) más brecha cambiaria, que se lleva proporciones aún mayores de la cosecha, sucede todos los años. Es un mal crónico, con pocos momentos de excepción. Y ahí está el problema: la brutal distancia entre lo accidental versus una desesperanzadora carga permanente.
¿Son más aplastantes las políticas económicas agro que una sequía por más intensa que sea? La respuesta es: ¡Si, es mucho peor! Y es cuantificable. La mala política destruye lo más valioso, que no son cultivos ni haciendas, sino las expectativas y la confianza. La visión de un banquero, un socio, un empleado, o un inversor sobre un evento climático apabullante, coincide con la del agricultor. Todos confían que la campaña próxima no va a suceder algo semejante.
Pero también coinciden en que la política económica agro va a ser similar. Por lo tanto, las expectativas sobre el campo argentino son concluyentes: tenemos millones de hectáreas con suelo y clima, que de manera sostenible pueden incrementar sustancialmente las producciones y crear riqueza. Aunque al mismo tiempo reina el escepticismo general sobre la posibilidad de cambios relevantes de políticas agro.
Ambos puntos se los toma como dato de la realidad. Y son dos fuerzas muy intensas en la misma dirección, pero en sentido opuesto que se neutralizan. La gran apuesta es generar un cambio de expectativas. Cuestión que se intentó en 2015-2019. Con sus luces y sombras. Pero al menos se trató. Y resultados hubo. Pero por un periodo muy corto, el cual ya ha perdido la inercia y momentum del impulso inicial.
El hándicap con el que corremos la carrera contra nuestros competidores que producen alimentos en el exterior es demasiado pesado. Y el golpe de la sequía hizo retroceder muchos casilleros a toda la producción agro. Pero lo más grave fue romper la confianza y los mercados agropecuarios con regulaciones cambiantes, espasmódicas, acompañadas por la sugerencia oportuna de voces interesadas en solo velar por el corto plazo. Una vez roto el cristal de la confianza, volver a restituirlo no es sencillo.
Ni siquiera las instituciones fundadoras de los mercados institucionales tuvieron una reacción acorde a los atropellos que iban derecho a minar las bases para lo que fueron creadas. Solo atinaron a un silencio complaciente y a guiños colaboradores.
Las proyecciones de aumentos de la población ya se vislumbran atenuándose a nivel global y, por primera vez en décadas, son inferiores al 1% anual. Las tecnologías son cada vez más accesibles para distintos países productores, combinadas con políticas agro como las de Brasil, que hacen batir récord tras récord de producción que rompen los relojes de las proyecciones más optimistas. Estas situaciones, que van modificando patrones de oferta y demanda, al menos tienen que hacernos reflexionar que lo que hoy es una clara ventaja competitiva argentina puede pasar a no serlo tanto dentro de pocas décadas.
Estamos desperdiciando una ventana histórica, contante y sonante que se da hoy. Pero lo que no sabemos es cuánto tiempo más le queda a Argentina para destacarse como país productor de alimentos antes que el desarrollo de nuestros competidores nos haga ir perdiendo relevancia relativa. ¿Cuántas chances nos quedan?
El autor es productor agropecuario
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