Calor y cortes de electricidad: un colapso energético que no sorprendió a nadie
La política de congelamiento de tarifas, que, salvo la interrupción de los primeros años del gobierno de Cambiemos, lleva 20 años, generó falta de inversiones en una red precaria
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Sólo era necesario que el mercurio del termómetro suba para que desaparezca la electricidad en centenares de miles de hogares. Ni el Gobierno, ni las empresas, ni tampoco los usuarios pueden decir que no lo esperaban. Algo así como si Isaac Newton quede sorprendido porque la manzana que tiró al aire, luego cayó al piso con velocidad.
Todos los actores del sector sabían perfectamente que la red del área metropolitana no está preparada para soportar más demanda. Hizo calor en enero, con gran parte de los usuarios de vacaciones, con muchos domicilios cerrados, y pese a esos atenuantes, en las primeras horas de la ola, se cortó el servicio. Todo hubiese sido peor en diciembre, en febrero o en marzo, con más población en las áreas de cobertura de Edenor y Edesur.
El corte de energía se debe a una simpe razón: una falta de inversión crónica que ya lleva décadas. Y para seguir el camino, la falta de inversión es producto de que nadie puso el dinero para que la red pueda soportar una demanda que no deja de subir. Ahora bien: ¿Quién debería poner la plata?
Por ahora, nadie en todo el planeta ha inventado una fórmula distinta: o paga el usuario, o paga el Estado. O ambos, en las porciones que se establezcan. El lector podría decir por qué queda afuera la distribuidora. Pues porque la empresa debería repagar la inversión con tarifas o con subsidios, al menos si tiene una ganancia de mercado.
Sin tarifas desde 2002, cuando la emergencia económica congeló los aumentos que estaban en los contratos originales, la inversión quedó en manos del Estado. Y las finanzas públicas jamás llegaron en la proporción que debían a las distribuidoras, ni a las metropolitanas y menos aún, a las del interior.
Para escribir los orígenes de este corte es necesario remontarse a diciembre de 2001, cuando cayó la convertibilidad donde un peso valía un dólar. Con esa paridad rota, todos los contratos nominados en moneda estadounidense se convirtieron en imposibles. Llegó el tiempo de renegociarlos.
Pero pasaron los años y pese a algunas revisiones parciales, que además no se cumplieron, las empresas quedaron sin ningún papel que contuviese sus derechos pero también sus obligaciones. En 2003 llegó el kirchnerismo con la dupla Néstor Kirchner y Julio De Vido, asistidos por Roberto Baratta, como hacedores de la política energética argentina.
Fue entonces cuando aquel gobierno descubrió el llamado populismo tarifario, una estupenda herramienta electoral que, a su vez, significaba un pequeño ancla para la inflación. Pese a la postura del ministro de Economía, Roberto Lavagna, la línea de imponer tarifas quietas, se impuso.
Empezó así el inicio del congelamiento, de la mano de un parque energético que se construyó en los años 90 y de la buena billetera que entregaba la soja. Kirchner, calculador, se benefició de aquellas inversiones que llegaron en pleno menemismo. Se construyó una maquinaria de silencios, negaciones, retos en público y reprimendas. Pocos en el sector privado advertía que empezaba a construirse una verdadera bomba de tiempo que generaba, en el otro extremo de la línea, una formidable anestesia inoculada a los usuarios beneficiados por tarifas de regalo. El esquema fue un trípode perfecto: funcionarios que amenazaban por teléfono; empresarios sumisos que negaron y callaron, y usuarios que pagaban monedas por consumir. El que hablaba era traidor, golpista o mentiroso. Cada uno estaba cómodo en esa escenografía de papel apuntalada con dinero público e infraestructura heredada.
Pero la ley de la oferta y la demanda se imponen. Cuando la tarifa valía por bimestre menos que una gaseosa, se disparó el consumo. ¿Porqué no poner un aire acondicionado por ambiente si hasta se pudo comprar en 48 cuotas fijas en épocas de alta inflación?
Sin una inversión en redes, pues todo colapsó para fines del segundo gobierno de Cristina Kirchner. Para entonces, la compensación -subsidios- a los productores, trasportistas y distribuidores de electricidad se convirtió en el principal gasto del Estado detrás de lo que paga la Anses por mes.
Esa cuenta creció y la billetera estatal empezó a hacer agua. Con la demanda desatada por precios bajos y las redes sin inversión planificada, en el tercer mandato kirchnerista los cortes, y la duración, arreciaron. El escenario cambió y llegó otra dupla: Mauricio Macri y Juan José Aranguren.
A poco de asumir, empezó a regir un nuevo cuadro tarifario que llevó el precio de la energía a valores más cercanos a lo que cuesta producirla. Sin demasiadas explicaciones, aquel aumento, que igualmente estaba lejos de pagar el costo, terminó por convertirse en una pesadilla para el gobierno de Cambiemos. Pero, así y todo, se generó una caja extra que se destinó a inversiones en redes.
Justamente, esa línea de obligaciones que se impuso a las empresas fue responsable de la última apuesta fuerte a mejorar la infraestructura en distribución de electricidad.
Ese colchón duró poco, un par de años. Le sirvió a la última parte del gobierno de Macri, que ya agobiado por la crisis y la inflación, congeló las tarifas desde 2019. Desde entonces, desapareció la inversión en prevención. Las empresas se limitaron a la emergencia. Dicho de otra forma, en vez de cambiar los cables de toda la casa para evitar que haya un corto, se actúa sobre el evento. Por eso los cortes.
Estos días tomó forma el paradigma que va a imperar: la demanda va por ascensor impulsada por los precios bajos de la electricidad y la oferta de distribución metropolitana todavía ni siquiera encuentra la puerta para subir por la escalera.
Cuando esta disparidad sucede, hay pocas maneras de contener el consumo. En las primeras clases de economía se aprende que se ajusta por precio o por cantidad. Sin precio, queda la cantidad. Hay pocas maneras de lograr que los usuarios modifiquen su patrón de consumo, en este caso, de electricidad. Los cortes son una de esas herramientas.
Al llegar a este extremo también hay dos caminos: planificarlos o no. Para esa primera opción es necesario reconocer que efectivamente hay un problema. Jamás el kirchnerismo aceptó que la Argentina estaba sumida en un problema energético. Nada indica que ahora cambiará esa postura. Despejadas las variantes, lo que queda son los cortes, donde sucedan, y la reparación de la emergencia. Bienvenidos, pues, a una tarde calurosa de verano.
Si las condiciones se mantienen, el panorama es claro. En enero, con el Gran Buenos Aires vacío y con muchos hogares desenchufados, las temperaturas récord generaron un corte masivo. Pero en diciembre, febrero o marzo, ya no será necesario el agobio. Con todos en sus hogares, un poco de calor determinará la caída del suministro. No habrá escalas en el ventilador: del aire acondicionado se pasará al abanico.
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