Brexit: los efectos de una decisión equivocada
A fines de 2016 se llevó a cabo en el Reino Unido un referéndum referido a la opción de permanecer o salir de la Comunidad Europea. Contra lo vaticinado y por un escaso margen (52% contra 48%), el resultado fue a favor de la salida (Brexit). El origen de esta compulsa fue una jugada del por entonces Primer Ministro conservador, David Cameron, cuyo único objetivo había sido el de congraciarse con el ala euroescéptica de su partido. A estos efectos, partió del supuesto de que el resultado no sería favorable al Brexit.
La consecuencia de este histórico error fue la inmediata renuncia del primer ministro y la designación, en su reemplazo, de Theresa May, por entonces ministra de Interior. Así las cosas, en marzo del 2017 la nueva primera ministra invocó el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea, que establece la metodología de las eventuales salidas de los países miembros. En concordancia con el mismo, se definió que la fecha límite para acordar los términos de la separación sería el 29 de marzo de este año, 2019.
A partir de allí, se sucedieron interminables encuentros entre las partes. Y se llegó -hacia fines de 2018- a un principio de acuerdo entre el gobierno conservador de May y la Comisión Europea, órgano ejecutivo de la Unión. Según lo establecido en el artículo 50, para que dicho documento tuviera fuerza legal era necesario que fuera aprobado por el Parlamento del Reino Unido.
Lamentablemente, fue aquí donde se trabó la negociación. El punto de fricción fue la frontera de 500 kilómetros actualmente "abierta" entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda del Sur. En efecto, para respetar en un todo la salida del Reino Unido del mercado único, era necesario volver a cerrar la frontera en cuestión, de manera de impedir la actual libre circulación de la cual a la fecha gozan ambas Irlandas por ser miembros de la Comunidad. Sin embargo, según la opinión generalizada, esta frontera "cerrada" podría volver a exacerbar el conflicto religioso teóricamente superado en 1998, con todas las consecuencias negativas que ello implicaría. La solución acordada por May y la Comisión Europea fue el llamado "backstop". Esto es: la frontera entre ambas Irlandas seguiría abierta (Brexit blando) y el Reino Unido en su conjunto permanecería en la unión aduanera, manteniéndose entonces la libre circulación con la Comunidad Europea "hasta tanto se encontrara una solución".
El rechazo a tal incertidumbre fue generalizado en la Cámara de los Comunes, especialmente por parte de los euroescépticos y los aliados irlandeses del gobierno conservador (Partido Democrático Unionista). A pesar de ello, y mostrando una vez más su tozudez e inhabilidad política, May sometió a votación "su" acuerdo siendo derrotada dos veces en enero y marzo de este año.
Sin embargo, la primera ministra insistió en la bondad del acuerdo y se dirigió a Bruselas en busca de una prórroga respecto al vencimiento del 29 de marzo, sosteniendo que aún era posible lograr la aprobación del acuerdo presentado a los Comunes. La respuesta de Bruselas, cansada ya de las idas y venidas entre el gobierno y el parlamento inglés, fue muy clara: May debía lograr la aprobación del acuerdo antes del 29 de marzo; caso contrario, antes del 12 de abril debía presentar una solución alternativa que -de no ser aprobada por la Comunidad- implicaría lisa y llanamente la salida en forma abrupta y sin acuerdo alguno (Brexit duro).
Ante tamaña disyuntiva, a principios de la semana del 25 de marzo, el Parlamento sancionó una enmienda que le permitía votar ocho alternativas al plan de May. Entre otras: denunciar el artículo 50 para permanecer en la Unión, convocar a elecciones anticipadas junto a un nuevo referéndum, salir sin acuerdo (Brexit duro) o aprobar el plan May (Brexit blando). Un verdadero disparate de opciones, todas contrapuestas entre sí. Como era de prever, en las votaciones de las alternativas ninguna de ellas obtuvo la mayoría necesaria para su aprobación. Se volvía, entonces, a fojas cero. Increíble. Como si esto fuera poco, a posteriori May declaró que si el Parlamento aprobaba su plan estaba dispuesta a renunciar.
Se ha llegado a una situación insostenible de caos institucional, originada inicialmente por una errónea jugada política del por entonces primer ministro Cameron. A ello se le sumó un pésimo manejo de la cuestión por parte de May y una total incapacidad por parte de los miembros del Parlamento para poder encauzar este dislate.
Queda también claro que estamos en presencia de un final abierto. A medida que transcurre el tiempo, hay cada vez más incertidumbres y una creciente actitud negativa por parte de la Comisión.
Ahora bien, ¿cuáles serían las consecuencias económicas de un Brexit? En el mejor de los casos -con un Brexit blando- Gran Bretaña abandonaría un mercado de libre circulación de bienes, servicios, personas y capitales que constituye la segunda economía del mundo, hacia el cual destina más de 40% de sus exportaciones y que cuenta con una población de más de 500 millones de personas con un ingreso promedio del orden de los 35.000 dólares anuales per cápita.
A ello habría que sumarle, entre otras numerosas consecuencias negativas: enormes problemas migratorios, pérdida de Londres como importante centro financiero mundial, encarecimiento de productos importados y mayores presiones inflacionarias. ¡Absolutamente irracional! Todo este proceso de incertidumbres y desaguisados no ha sido gratis. Desde el inicio del proceso, la libra se devaluó 15 % y su economía ya ha comenzado a desacelerarse. De producirse un Brexit duro -es decir, sin acuerdo alguno- las consecuencias serían mucho más graves; entre ellas, desórdenes logísticos y jurídicos de todo tipo.
Todo este proceso -tanto en su génesis como en su desarrollo- ha sido un verdadero desaguisado. Es una muestra más de la falta de verdaderos estadistas en Occidente. Es de esperar, entonces, que finalmente el Parlamento del Reino Unido se llame a la cordura y le dé un corte a este deteriorante proceso del Brexit. Si este fuera el caso, parecería razonable aplicar el freno, desandar el camino y denunciar el artículo 50 de manera de permanecer en la Comunidad o, al menos, llamar a un nuevo referéndum y lograr una mayor prórroga. Caso contrario, un Brexit, duro o blando, sería la peor salida a este increíble y negativo embrollo.
El autor es economista
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