Bono a un siglo: no hay mal que dure 100 años
La decisión del Gobierno de colocar un bono de 2750 millones de dólares a 100 años provocó gran revuelo. Expertos de ambos extremos del espectro político coincidieron en sus críticas. Algunos definieron la operación como un "delirio" y otros como una "inmoralidad". En realidad, es una operación financiera que debe ser juzgada con criterios financieros y no políticos.
Algunas aclaraciones son necesarias. En primer lugar, la Argentina no es el primer emisor que coloca deuda a 100 años de plazo. En los últimos años también lo hicieron México (en dos ocasiones), Petrobras, Bélgica e Irlanda. En los Estados Unidos, compañías como Coca-Cola, Disney, IBM y Motorola han emitido deuda a un siglo y aparentemente, incluso el Tesoro norteamericano está considerando una colocación a ese plazo.
Los antecedentes de este tipo de instrumento de deuda se remontan al menos al año 1751, cuando el Tesoro británico emitió por primera vez los llamados consols, que eran unos bonos que pagaban una tasa de 3,5% en perpetuidad y que se convirtieron en la base de los mercados de capitales de Inglaterra.
En segundo lugar, hay que destacar que desde el punto de vista financiero, dado el nivel de riesgo país de la Argentina, no hay mucha diferencia entre un bono a 100 años y uno a treinta. El valor presente de los primeros treinta años de intereses del primero equivale al 90% del capital e intereses del segundo. "Bueno -dicen algunos-. Pero por más que un bono de 30 años sea en valor presente muy parecido a uno de 100 años, la diferencia es que pagaremos intereses durante 70 años más." Pero este argumento también se cae. El valor presente de esos intereses representa sólo el 10% del valor total del bono. Y si las tasas de interés de los Estados Unidos vuelven a la media histórica de los últimos 35 años (alrededor de 7%), será mucho menor. En tal caso, el estado argentino podrá recomprar su deuda en condiciones favorables en el mercado secundario.
En segundo lugar, en el año 2117, cuando venza el bono en cuestión, el monto a pagar va a ser irrisorio. La tasa de inflación anual promedio en los Estados Unidos desde 1917 hasta 2016 fue 3,27%. Si en los próximos 100 años sigue en esos niveles, los 2750 millones de dólares que el Estado nacional deberá pagar en 2117 equivalen a 110 millones hoy. Y si la tasa de inflación se mantuviera en los niveles actuales (1,5%), a 620 millones.
Tasa conveniente
¿Pero no estamos endeudándonos a una tasa altísima por 100 años? Cualquier persona en sus cabales y conocedora de la historia argentina sospecha que una tasa de interés de 7,92% es baja. En primer lugar, la tasa de interés nominal promedio a la que se pudo endeudar el país a un plazo de diez años desde 1993 hasta hoy fue de aproximadamente 12%. Segundo, en los últimos 100 años la Argentina reestructuró su deuda pública o entró en cesación de pagos al menos tres veces. Y el último default duró 12 años, uno de los más largos de la historia después del que se produjo en la Rusia zarista y en la China maoísta. Tercero, en los últimos 100 años hubo sólo diez en los que las cuentas fiscales no estuvieron en rojo. Finalmente, la tasa promedio a la que se endeudó a 30 años el Tesoro norteamericano desde 1977 (cuando comenzaron las colocaciones a ese plazo) hasta hoy fue de 7%.
¿Por qué tiene sentido endeudarse a unplazo de 100 años? En primer lugar, porque la tasa en términos históricos es muy baja. En segundo lugar, porque la principal causa de las crisis externas argentinas ha sido la incapacidad del país de hacer frente a los vencimientos de su deuda pública externa.
Cuando vence su deuda la mayoría de los países la refinancia sin problemas ni sobresaltos. Sin embargo, cuando se trata de países de alto riesgo como la Argentina, la refinanciación no está asegurada. Esto es lo que ocurre cuando hay volatilidad en los mercados o desconfianza respecto de la capacidad de repago del país. La iliquidez se convierte en insolvencia. Así ocurrió en el año 2001.
Al colocar un bono a 100 años, el Gobierno consiguió dos objetivos importantes: a) alargar los vencimientos de la deuda pública externa reduciendo el riesgo de refinanciación (tanto en términos de acceso al mercado como de una posible suba de las tasas de interés), y b) establecer una curva de rendimientos a muy largo plazo que ayuda al sector privado a evaluar proyectos de inversión en el país (y cubrir sus riesgos).
Alto rendimiento
¿Y por qué los inversores están dispuestos a comprar un bono a semejante plazo de un defaulteador serial como la Argentina? Hay distintos tipos de inversores que compraron el bono. A los fondos de pensión y compañías de seguros con carteras de activos y pasivos descalzadas, les atrae su alto rendimiento. A otros inversores institucionales les atrae la asimetría con que reacciona ante una suba o una baja de las tasas de intereses (lo que en la jerga se conoce como convexidad).
Desde el punto de vista de la gestión financiera de la deuda pública, la operación es un "golazo". Es importante tener en cuenta que: a) el monto de colocación no será significativo al vencimiento y representa un porcentaje muy bajo de la deuda total, b) la tasa de interés, aunque alta en el contexto actual, es muy baja en el contexto histórico argentino y global, c) el larguísimo plazo contribuye a "aplanar" el cronograma de vencimientos y reducir el riesgo de refinanciación. Además, se trata de una colocación puntual y no recurrente.
El Ministerio de Finanzas hizo muy bien su trabajo dentro de las restricciones que le impuso la política. El problema justamente es esto último. La Argentina es como un alcohólico que, frente al riesgo de un cirrosis letal, debe cortar su adicción cuando le regalan el whisky. Tiene un déficit fiscal y un gasto público demasiado altos e insostenibles que los mercados de capitales internacionales están dispuestos a financiar en condiciones muy favorables (por ahora). Cuanto antes el Gobierno muestre un compromiso serio para reducirlos de manera significativa, mejores chances tendrá la economía de volver a una senda de crecimiento económico sostenido y evitar otra crisis.
El autor es profesor adjunto de finanzas en Ucema/NYU Stern y miembro del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso