Blanqueo y cuentas públicas: ¿esta vez será diferente?
El gasto fiscal crece 16 puntos más rápido que los ingresos ordinarios. Eliminar el déficit requiere recortar 30% las erogaciones o aumentar casi 40% los recursos. Mientras la economía se contrae, el quebranto se duplica. Es un camino que recorrimos otras veces y que conduce a un final conocido. Tomar deuda desaforadamente y asfixiar con impuestos al sector productivo para seguir gastando termina agotando la capacidad de financiamiento. Entonces, el ajuste que no se quiso hacer se precipita de manera más traumática: default, devaluaciones, confiscaciones y colapso de los ingresos de los hogares.
No hay, hasta las elecciones del año próximo, señales de cambio. Algunos esperan que un triunfo oficialista abra la puerta a la disciplina fiscal y reformas de fondo. Otros se preguntan por qué, con elecciones tanto más cruciales -presidenciales- en 2019, la disciplina y las reformas no caerán en 2018 nuevamente a manos de la política.
El año próximo el Gobierno contará con los ingresos extraordinarios del blanqueo. Para entender su alcance macro, primero es necesario comprender su impacto micro en los balances de los particulares. Un punto a tener en cuenta es que, una vez blanqueados, todos los activos quedan asociados al riesgo argentino, cualquiera sea su localización. La mera aplicación de una tasa que gravara en el futuro los activos en el exterior forzaría su liquidación y repatriación. Surgen dudas, pues, sobre el sentido y la utilidad para muchos particulares de mantener cuentas en el exterior, tanto más por los pobres retornos que proveen los que hasta hoy eran refugios seguros.
La mayoría de los análisis se han concentrado en los costos de inicio o de única vez asociados al blanqueo y en si es o no conveniente adquirir el bono "mágico" (a nuestro juicio, hay mejores alternativas). Pero soslayan los elevados costos de flujo inherentes, particularmente en el caso de activos no exentos, cuya apreciación y rentas quedarán gravadas a una tasa de 35% (con planes de ser elevada a 40%). El blanqueo significará una importante detracción para los patrimonios particulares. En activos adquiridos con crédito, el costo se exacerba, pues el impuesto especial grava también la deuda contraída para comprarlos.
A medida que quienes adhieran tomen conciencia de los costos completos asociados, mayor será la propensión a morigerar el golpe y colocarse en activos exentos locales (o brasileños, beneficiados por un acuerdo bilateral). La opción más simple son los bonos soberanos. Menos sentido tendrá en ese caso mantener cuentas en el exterior para administrar activos argentinos.
Las consecuencias macro no son menores. El ingreso total para el Tesoro superaría ampliamente lo percibido en concepto de impuesto especial; podría representar, incluso, una proporción significativa del monto global de activos exteriorizados.
Pululan estimaciones sobre el volumen que ingresará al régimen. Son meras adivinanzas, pues dependerá de miles de decisiones individuales, sujetas a diversos condicionantes de cada particular (situación frente al fisco, composición de carteras y montos, situaciones familiares, etc.). Cada individuo es un mundo distinto.
Lo primero que deberá decidir cada particular es si blanqueará y en qué proporción. Estarán quienes opten por mantenerse al margen, al menos parcialmente, en función del volumen de sus activos u otras singularidades; podrán mantener sus tenencias de efectivo y liquidar y cerrar sus cuentas, atesorando el producto. Pero una porción importante de ahorristas será inducida a adherir al régimen. Y es probable que una parte significativa de los activos exteriorizados se vuelque en bonos estatales. Bastaría que lo hiciera una porción de los grandes tenedores de activos externos para que los ingresos al fisco adquirieran magnitud de tsunami. Cifras que rivalizarían con la renta extraordinaria de cualquiera de los años del viento de cola.
¿Significa esto que nuestro drama fiscal será resuelto gracias a la magia del blanqueo? De ninguna manera. El desequilibrio de flujos es de orden estructural, entre un gasto paquidérmico y recursos muy inferiores que ya no se pueden ampliar. A cambio, el maná del blanqueo es un ingreso extraordinario originado en inéditas condiciones exógenas (el intercambio de información entre países). La estructura fiscal permanecerá descompensada, con un gasto estatal desbordante y correlativo ahogo del sector productivo.
La reformulación del Estado y las reformas de fondo (reducción drástica de la presión tributaria, desregulación, apertura del comercio) seguirán a la cabeza de nuestras urgencias, y los frutos de este evento único debieran ser aprovechados para financiar la ejecución de esos cambios estructurales. Sin embargo, la tentación demagógica siempre estará presente, dispuesta a usar esa liquidez en supuestas necesidades que dicta el correctismo político.
El Presidente parece tener una apreciación cabal del desafío, a diferencia de muchos funcionarios, ansiosos de encontrar nuevas maneras de derrochar los fondos exprimidos a la gente. De todas formas, se observa una peligrosa inconsistencia entre promesas y acciones concretas. Si la vaca sagrada del Estado no se tocase y las reformas no se encarasen de una bendita vez, el gasto político terminaría fumándose los ahorros de refugio capturados a los particulares y nos encaminaríamos a una nueva crisis de balance de pagos, que golpearía a una sociedad más descapitalizada.
Se presenta una extraordinaria oportunidad para salir de nuestro patrón de decadencia. ¿Esta vez será diferente? Cambiemos.
El autor es economista
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