Ayer y hoy: radiografía de las crisis argentinas
Lo perverso de la debacles locales es que, al eliminar subsidios para bajar los gastos aumentando las tarifas, no solo incide sobre sus propios precios sino que, como nadie quiere quedarse rezagado, se extiende el incremento a todos los precios con una indexación casi automática
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En la Argentina, las crisis aparecen aproximadamente cada 10 años. Durante la primera mitad del siglo XX fueron provocadas principalmente por factores externos. En la Primera Guerra Mundial, un fuerte shock de oferta produjo la caída de las importaciones y de los ingresos, el alza del costo de combustibles y el cierre del mercado internacional de capitales. Lo agravó el fracaso de dos cosechas. La de 1930, por la caída del comercio mundial, con la pérdida de un 70% del valor de las exportaciones agropecuarias, que se trasladó al comercio y a los ingresos del gobierno. Pero, una vez terminada la Segunda Guerra y hasta hoy, las crisis fueron provocadas por factores internos.
Es que tuvieron consecuencias perdurables las políticas proteccionistas adoptadas como respuesta a la crisis y el aislamiento de la guerra al continuar con una economía cerrada con sectores industriales de escaso capital, tecnologías obsoletas y baja productividad. Como no podían competir, se las subsidió: por el lado de la oferta, con bajos precios de la energía y tasas de interés menores que la inflación; por el de la demanda, manteniendo los salarios reales elevados gracias a tarifas subsidiadas y alimentos baratos por un gravamen que pagaban las exportaciones agrícolas.
Todo ello financiado con emisión del Banco Central, que fue posible mientras el sector agropecuario proveyó las divisas para importar insumos y así se mantuvieron actividades de baja productividad, impidiendo el desarrollo de tecnologías modernas. Después de varios años en los que el sector agropecuario fue castigado con un impuesto (el tipo de cambio diferencial para exportaciones y las retenciones), se produjo que, mientras crecían la industria y las importaciones de insumos, se estancaban las exportaciones agropecuarias. Así se repitieron las crisis de balance de pagos en 1949, 1951, 1958, 1962 y en años sucesivos. Fue el tiempo de la llamada restricción externa y de los ciclos del “pare y siga” que daban la señal de que el modelo proteccionista no funcionaba.
El otro factor fue haber usado el Banco Central para financiar los déficit estatales y los sectores que el gobierno subsidiaba. En una economía cerrada, la diferencia entre el aumento del gasto y la emisión se tradujo en un proceso inflacionario que, tras medio siglo de estabilidad desde la Segunda Guerra, alcanzó dos dígitos entre 1950 y 1970, y tres desde entonces hasta 1990. Con una complejidad y perversidad tales que llevó al fracaso todos los planes de estabilización intentados. La inflación se convirtió en un fenómeno indomable, generando desconfianza en la moneda local. El peso moneda nacional unidad que existió hasta 1967, desde entonces y con distintas denominaciones, acumuló 13 ceros. El problema fue que aumentaba a la velocidad de circulación, porque la gente quería sacarse de encima los pesos. No se trata de una enfermiza preferencia de los argentinos por el dólar, sino que la inflación le hizo perder al peso todo su valor.
Fueron las crisis de balance de pagos y de inflación interna de los años 50 y 60, pero todavía en el mundo no había una fluida movilidad de capitales y era muy limitado el acceso al crédito externo. Las exportaciones no alcanzaban a pagar las importaciones que requería el crecimiento. A la necesidad de obtener divisas para cubrir la brecha se agregaba la acumulación de deudas con los proveedores o con los Estados que financiaban su comercio exterior. Para hacer frente a la crisis y aumentar las exportaciones había que devaluar, mejorar los ingresos del sector agrario y bajar los ingresos reales de los trabajadores urbanos, que eran la clientela de la facción dominante. Pero, para que no fuera seguida por un aumento de precios que le anulara todos sus efectos, había que terminar con el déficit financiado por el Banco Central y, según las recomendaciones de Prebisch, en 1955, congelar los salarios. Esto solo lo llevó a cabo Perón entre 1952 y 1954. Fueron los años del “pare y siga”, crecimiento con mercados cerrados y financiación monetaria, incremento de precios, déficit comercial y de pagos, crisis, devaluación.
A partir de los 70 los flujos internacionales de capital tendieron a normalizarse y con el alza del precio del petróleo hubo una enorme liquidez internacional, mientras en el país la inflación había llegado a niveles que no dejaban ganancias a los gobiernos. Entonces se inició una apertura a los mercados internacionales para reemplazar financiamiento por medio de emisión por deuda. Al principio pareció dar resultado. Con capitales ávidos por colocarse, se obtenía financiamiento que evitaría las consecuencias inflacionarias de la emisión. Pero, si los gastos seguían siendo mayores que los ingresos, con un tipo de cambio fijo, las exportaciones bajaban, subían las importaciones y al déficit fiscal se agregaba el comercial; y a la necesidad de obtener divisas para las importaciones se agregaba la de pagar una deuda creciente. Esto llevaba a una devaluación, que no solo aumentaba los precios de los bienes exportables, sino también los de toda la economía, y además hacía que el costo de la deuda externa en moneda local aumentara. Con deuda en dólares e impuestos en pesos, todo se hacía casi imposible.
A la inflación le siguió una circunstancia nueva: el default en los 80, que fue más grave cuando se cerraban los mercados internacionales de crédito, porque se había producido un shock externo o porque la deuda había alcanzado una magnitud que hacía dudar sobre la capacidad de pagos del país. Preocupados, los acreedores agregaban una prima de riesgo que hacía la carga más pesada. Ello obligaba a un superávit primario que al menos alcanzara el nivel de los intereses para que no se fuera acumulando deuda.
La saga de procesos inflacionarios cada vez mayores hizo que el dinero local fuera perdiendo valor. El público empezó a utilizar sustitutos, como ladrillos y bienes de consumo durables; pero, cuando la devaluación se acentuó, se fue hacia bienes más líquidos, y el dólar fue el mejor sustituto. Así perdió su utilidad económica, lo que condujo a los procesos hiperinflacionarios de 1975-76 y 1989-90. Ya no se trataba solo del efecto de la emisión monetaria, sino del aumento de la velocidad de circulación. Esto es lo que hizo más confuso e intratable el fenómeno inflacionario. Y en los planes estabilizadores que solo se limitaron a cambiar las expectativas y no lograron equilibrar las cuentas estatales, terminaron fracasando.
Pero algo que muestra lo perverso de la crisis argentina es que, al eliminar subsidios para bajar los gastos aumentando las tarifas, no solo incide sobre sus propios precios sino que, como nadie quiere quedarse rezagado, se extiende el aumento a todos los precios con una indexación casi automática. El hecho de que un solo precio, en un ambiente de desconfianza, se extendiera a todos, fue y es una de las características más perversas de la crisis argentina. Y renovar la confianza es quizá una de las tareas más difíciles.
El autor es profesor emérito de la Universidad de San Andrés
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