Aumentar impuestos tiene consecuencias
Después de una elección en la que ganaron los partidos que se manifestaron contra los aumentos de impuestos y que hicieron de ese tema uno de sus principales ejes de campaña, el Gobierno intentó aumentar tributos de manera sistemática, primero fracasando en el Congreso, en su intento de darle facultades extraordinarias al Presidente, y luego con la suba en el impuesto a los bienes personales para patrimonios superiores a los 100 millones de pesos, que terminó en un escándalo por una sesión sin quorum en el Senado.
No conforme con eso, y preso de una voracidad fiscal que no tiene límites, el Ejecutivo nacional firmó el Pacto Fiscal con la mayoría de los gobernadores, en el que las provincias se comprometen a lo siguiente: “…dentro del transcurso del año 2022, analizarán legislar sobre un impuesto a todo aumento de riqueza obtenido a título gratuito como consecuencia de una transmisión o acto de esa naturaleza, que comprenda a bienes situados en su territorio y/o beneficie a personas humanas o jurídicas domiciliadas en el mismo, y aplicarán alícuotas marginales crecientes a medida que aumenta el monto transmitido a fin de otorgar progresividad al tributo”.
En particular, los impuestos patrimoniales gozan de cierto respaldo en la opinión pública porque mucha gente piensa que solo los pagan “los ricos”, e incluso algunos periodistas influyentes han sostenido que “no me da ni para comentar esa brutalidad” ante la afirmación de que “aumentar impuestos está mal”. Pero aumentar impuestos está mal.
En un esquema ideal, los impuestos son la consecuencia del gasto público que la sociedad, con sus mecanismos democráticos de consenso, acepta financiar. Pero en la realidad hay dos problemas: el primero es que en la medida en que muchos impuestos, como el inflacionario o Ingresos Brutos, no son visibles, el público sufre “ilusión fiscal”, esto es, la idea de que puede obtener más bienes públicos gratis, sin pagarlos. El segundo problema es que aun cuando se satisfaga el mandato constitucional que reza que “la igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas”, todos los impuestos, casi sin excepción, producen un mayor o menor daño a la producción y al consumo. Puesto en otras palabras; los impuestos causan efectos económicos al modificar las decisiones de las personas, familias y empresas, o, para ponerlo en una expresión que ya es casi un cliché, “achican la torta” de la que todos después comemos.
Quién se hace cargo
Peor aún, el contribuyente de facto del impuesto muchas veces no es el que el legislador pensó que se haría cargo. Por ejemplo: no necesariamente un impuesto a la producción de medicamentos será pagado por los laboratorios, porque en la medida en que los consumidores no tengan otras alternativas, sufrirán el traslado de la carga del nuevo tributo por la vía de un aumento en los precios. Por la misma razón, no siempre que se bajen las cargas laborales que pagan los trabajadores serán ellos los que se beneficien, porque si no tienen otro lugar a donde trabajar, esa reducción puede terminar siendo apropiada por los empleadores, por el camino de menores salarios.
En los impuestos patrimoniales se corren tres riesgos: el primero es que la alícuota sea confiscatoria, porque supera la renta del activo y se come de esa manera “la gallina de los huevos de oro”. Esto es exactamente lo que sucede con el dinero depositado en el exterior, que rinde mucho menos del 2,25% del impuesto. El segundo es que los que sufren el intento confiscatorio del Estado cambien sus decisiones de inversión eligiendo activos menos atractivos desde el punto de vista de su riesgo y su retorno, para pagar menos impuestos. Finalmente, el tercer riesgo es que la gente decida gastar su patrimonio en vez de acumularlo, lo que reduce el ahorro disponible para financiar la inversión y consecuentemente el stock de capital futuro, que es la base del crecimiento económico.
Aumentar impuestos está mal. Como casi todos los impuestos producen algún daño económico, el nivel ideal de impuestos sería cero. Pero lo ideal es enemigo de lo posible; la sociedad se organiza en torno de un Estado que provee los bienes y servicios públicos que el sector privado no puede hacer. De allí que resulte tan importante el debate sobre el presupuesto en el Congreso, porque no es posible aprobar un gasto sin conectarlo con los impuestos que más tarde o más temprano habrá que cobrar para financiarlo.
La famosa frase “no a los impuestos sin representación”, en torno de la cual se estructuró la independencia norteamericana, ilustra el punto: los contribuyentes deben poder votar cada uno de los impuestos porque son ellos los que ponderarán al mismo tiempo la pertinencia de los gastos que esos tributos vienen a cubrir.
Y aquí es donde la expresión “aumentar cualquier impuesto está mal” cobra sentido, porque la clase media está votando masivamente con los pies, abandonando los servicios educativos, de salud y seguridad que provee el Estado y buscando soluciones privadas, incluso cuando tengan que pagar más cara su elección.
Pagar por el Estado agregado
Más aún, el fenómeno está alcanzando a clases más bajas, que buscan refugio en instituciones religiosas subsidiadas. Está claro que el Estado es caro, que entrega poco y cobra mucho. Esa ineficiencia se traduce en salarios más bajos para toda la población, porque cuando un consumidor (de aquí o del resto del mundo) compra un producto argentino debe pagar por el valor agregado, pero también por el Estado agregado.
Entonces, la única pregunta posible, en este contexto, es qué impuesto vamos a bajar primero. En todo caso, si lo que se pretende es mejorar la estructura tributaria haciéndola más eficiente, para castigar menos a la inversión, la producción y el empleo, o más equitativa, para que la carga recaiga menos en los pobres, pues la pregunta debería ser: qué impuesto vamos a bajar como contrapartida del nuevo tributo que se pretende crear o de la alícuota que se quiere aumentar.
Ya no hay lugar para subir ningún impuesto, y por eso el compromiso de Juntos por el Cambio es no votar ningún aumento de impuestos. Ni uno solo.
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