Argentinos: de los barcos a los aviones
La teoría más difundida sobre cómo el Homo sapiens llegó a América dicta que, hace varios miles de años, nuestros ancestros cruzaron caminando el estrecho de Bering desde el cabo Dezhneva (Rusia) hacia el cabo Príncipe de Gales (Alaska) gracias a un “puente” de hielo formado por el congelamiento de aguas. A eso, el Presidente le agregó que los argentinos venimos de los barcos, junto a algunas otras barbaridades que elijo omitir. Prefiero quedarme con esa parte de que llegamos a la Argentina desde Europa, en barco, porque en parte es cierto: del crisol de razas que dio origen a la identidad cultural que hoy tenemos como argentinos, un enorme porcentaje del aporte genético proviene de cientos de miles de inmigrantes, principalmente italianos y españoles, que llegaron en barco a estas tierras entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
Para cuando la Argentina comenzó a ordenarse constitucionalmente, a mediados de la década de 1850, la población total era de aproximadamente 1.100.000 habitantes y, al momento del primer censo de 1869, la población total era de 1.737.000 de habitantes. Ya lo sabemos todos: la inmigración provocó un salto exponencial en la población argentina. Pasamos de esos menos de dos millones de habitantes en 1869, a 11 millones en 1930 y a un poco más de 20 millones en 1960. Fue un crecimiento de 10 veces la población, en un período de 90 años, que duplica a la tasa de crecimiento de la población mundial del mismo período.
Entre las principales razones por las que millones de inmigrantes de todas partes del mundo elegían Argentina como su destino, estaba el hecho de que el país era una tierra de riqueza, prosperidad y oportunidades, donde el progreso y la movilidad social ascendentes eran una realidad cotidiana.
Desde aquel momento hasta hoy, la población argentina apenas se duplicó y la oleada inmigratoria se frenó casi en seco, exceptuando a los movimientos migratorios desde países vecinos, que ni se comparan con los registrados el siglo pasado. Lo que es aún peor y realmente alarmante, es que asistimos a una oleada migratoria inversa: son cada día más los argentinos y argentinas que, habiéndose formado en nuestro país, deciden irse en busca de seguridad material y económica que les permita progresar.
A 2020, había en el mundo más de 1.100.000 emigrantes argentinos, sin contar necesariamente segundas o terceras generaciones, es decir, los hijos y nietos que tuvieron los argentinos en el exterior.
Desde el año 2001, en el que dejaron el país 800.000 argentinos, la cifra no ha parado de crecer y, como podemos ver cotidianamente tanto en nuestros círculos íntimos como en las redes sociales, son cada vez más los argentinos y argentinas que deciden dejar el país. Es angustiante ver que, aquello que hace 100 años supimos garantizar a millones de habitantes del mundo, hoy se lo negamos a los propios argentinos.
Escribo esto luego de un fin de semana en el que dos amigos más me contaron que planean irse del país el año que viene. Ya son 12 en total. Me invade la angustia y el desconcierto muchas veces, pero estas líneas no tienen como objetivo el lamento, sino la reflexión, especialmente para los que aún no superamos los 30 años. Considero que la generación a la que pertenezco es, quizás, la mejor preparada para torcer el destino de nuestro país.
Somos una generación criada a la luz de una democracia que, aunque con sus desafíos y sus áreas a mejorar, se ha mantenido firme y ha salvaguardado la institucionalidad que hace tan sólo algunas décadas, parecía inconcebible.
Somos una generación que surge al calor de una revolución tecnológica sin fronteras, que ha democratizado el acceso a la información y ha devuelto el poder a las masas, quienes desde sus celulares o computadoras son parte de miles de conversaciones multitudinarias en cualquier parte del mundo.
Somos una generación con un nivel de conciencia mucho más elevado que el de nuestros progenitores en términos de equidad social y de género, cuidado del medioambiente.
Somos una generación que no le teme al liderazgo, sino que lo ejerce con voluntad y conciencia, buscando constantemente no acaparar poder, sino distribuirlo. De esto huelgan ejemplos en distintas áreas como la tecnología, donde el trabajo colaborativo es la base del progreso.
Somos una generación que es parte de todas las conversaciones, en todas las plataformas, en todas partes y en todo momento.
Somos una generación que tiene el poder de elegir cómo vivir la vida.
Somos, al fin y al cabo, la generación que tiene una oportunidad inédita para cambiar la historia, derrocar el ultra personalismo que nos aqueja hace décadas, acabar con la política a puertas cerradas y de espaldas a la gente.
Seamos nosotros el liderazgo que queremos ver en la Argentina y estemos unidos, porque es cierto que la historia la escriben los que ganan, pero también los que no se rinden nunca.
*El autor es abogado especializado en derecho económico, exdirector de Casa de la Moneda y miembro de Juntos
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