Argentina 360
Desde que existen cifras fiscales oficiales más o menos creíbles, consistentes y consolidadas (1961) la Argentina tuvo cuatro crisis económicas de gran envergadura: Rodrigazo, Sigautazo, Hiperinflación y colapso de la convertibilidad. Todas estuvieron asociadas a crisis de financiamiento de los déficits fiscales. Cuando el plan de inflación cero de José Bel Gelbard llegaba a su fin, en junio de 1975, el déficit superaba el 12% del PBI. Cuando "la tablita" de Martínez de Hoz languidecía en enero de 1981, el desequilibrio equivalía a más del 11% del PBI. Cuando empezaba el proceso hiperinflacionario en 1989, el déficit superaba el 8% del PBI; cuando estallaba la convertibilidad a fines de 2001, superaba el 7% del PBI y cuando el cepo cambiario de octubre de 2011 ofició de réquiem para "el modelo", el déficit era de menos de 4% (hoy ya supera 6% del PBI).
Como la recaudación de impuestos hoy es 20% del PBI superior a la de hace 50 años (la recaudación como porcentaje del PBI sólo puede crecer por impuestazos) quiere decir que las crisis fiscales se produjeron por exceso de gasto público. O sea, una clase política gastomaníaca y una sociedad indigna que demanda esa clase política gastomaníaca -es la que vota los presupuestos en el Congreso Nacional y en las legislaturas provinciales- generan déficits fiscales y la deuda crece. Si la deuda es emisión, se genera inflación y si es del Tesoro, terminamos en default, y así período tras período.
El proceso que se vive entre cada una de estas crisis ha sido y es casi calcado en todas. Viene el incendio, la clase política se asusta, se hace la responsable durante algunos años en el manejo de las cuentas públicas (ésos son años de la recuperación de la economía) y cuando ven que la crisis ha quedado atrás, comienza el despilfarro (y también el crecimiento económico mediocre) que genera alta inflación o endeudamiento público insostenible (recesión), para terminar otra vez en una crisis.
Este modelo de populismo fiscal necesita de las crisis para licuar la presión impositiva, el déficit fiscal y los costos laborales para que el sector privado asome la cabeza un tiempo, y así volver a crecer hasta que el inflador del gasto vuelve a transformar al nuevo "programa económico" en insostenible y explosivo.
Pero con todo lo serio que es esto, en realidad es una consecuencia gravísima de algo mucho peor, que es el verdadero huevo de la serpiente de nuestra decadencia secular.
Ésta es una sociedad que desde hace 100 años (fines de la Primera Guerra Mundial) comenzó a alejarse cada vez más de los ideales de la auténtica libertad política, el republicanismo, el respeto a las instituciones, el libre comercio como principio rector de la asignación de recursos, el capitalismo de la libre competencia como forma de acumulación de la riqueza y la excelencia educativa como eje rector de la meritocracia social.
Al alejarnos de estos valores, la sociedad adoptó lo que podríamos denominar el "populismo industrial" ("Basta de populismo industrial"). Quedó presa de una elite empresaria prebendaria y una clase política corrupta que le hace de socia, para que la primera se enriquezca sin esfuerzo competitivo. Sin competencia con el mundo vía la sustitución de importaciones o el "vivir con lo nuestro", a la elite empresaria no le molesta pagar una presión impositiva salvaje y la clase política no tiene incentivo para ser responsable con el gasto. Cuando las variables son insostenibles, se devalúa fuerte y chau. Si esto empobrece a la gente, al mejor estilo Matrix, le dan un relato y se acabó. No hace falta educar al pueblo, sino quemarle la cabeza con la idea de que se puede sustituir con dignidad la extracción, vía retenciones y prohibiciones para exportar, del fruto de su esfuerzo a los sectores vinculados con el comercio mundial, como el campo, el petróleo y el turismo, a los que se considera "rentistas" cuando, en realidad, un grano, una gota de combustible y un turista requieren de inversiones formidables.
La Argentina es una suerte de sociedad anónima que ha errado en su objeto. Tiene todo para venderle al mundo: alimentos para más de 500 millones de personas; energía para ser, según la Presidenta, como Arabia Saudita, e infinitas hermosuras geográficas para ofrecer a los turistas. Sin embargo, se ha encerrado en algo bizarro y decadente como es la sustitución de importaciones. En lugar de abrirnos al comercio y que algún día exportemos maquinaria agrícola de manera masiva, se eligió la truchada de "producir" autos, textiles, juguetes y electrónicos con rentas espurias de aranceles de importación, prohibiciones de exportación y subsidios impagables como la isla de Tierra del Fuego.
Los países pueden ser prósperos o infinitamente miserables. A principios del siglo XX, la Argentina era una potencia mundial. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se le auguraba un futuro más promisorio que Australia. A mediados de los 90, lejos de Australia que cuadriplicaba nuestro ingreso per cápita, se nos comparaba con Brasil. Hoy, ya lejos de Brasil, se nos compara con Colombia y Perú.
Y por si fuera poco, la ley de abastecimiento y la reforma al Código Civil son una vuelta de tuerca venezolana (socialistoide) sobre el diluido derecho de propiedad privada.
Sin duda que de seguir repitiéndonos en estar desconectados del mundo, destruir la educación, arrasar con instituciones del libre mercado, tener un Estado cada vez más grande, políticos corruptos e ignorantes, y una elite empresaria que básicamente sólo conoce el negocio del lobby, la Argentina seguirá siendo un país decadente: hoy somos mitad de tabla de 230 países en el ranking mundial de ingreso per cápita. Tenemos que cambiar nuestro objeto societario. No queda otra.
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