Argentina 2023, de cara al desafío de no convertir una oportunidad en otra crisis
Este año puede ser un punto de inflexión para el país, que hoy vive un momento crítico, con una inflación que coquetea con el 100%, con reservas en caída y con una realidad social en la cual el 40% de los habitantes es pobre
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Entramos en un año clave para la economía argentina, en el que se puede definir si el país sigue en el círculo vicioso de estancamiento, inflación y pobreza que lleva más de diez años, o si comienza una nueva etapa que marque un punto de inflexión y encamine a la economía argentina en un nuevo rumbo.
Por momentos, pareciera que entramos al túnel del tiempo y volvimos a 2015, cuando el peronismo estaba en su “plan aguantar temporada 1″, al comando de Axel Kicillof, mientras que ahora estamos en la segunda temporada, protagonizada por Sergio Massa. A Guillermo Moreno aguantando las reservas lo reemplazaron Matías Tombolini y Miguel Pesce, con una filosofía muy similar. No mucho ha cambiado en estos ocho años, salvo que el paso del tiempo ha derruido una economía que a pide a gritos cambios, para estabilizar la inflación y crecer.
La situación, como en 2015, es crítica. En la última década el ingreso del argentino medio ha caído más de 10%, con lo que hay muchos más pobres (la tasa de pobreza ronda el 40% de la población). La inflación se ha transformado en un flagelo que peligrosamente coquetea con el 100% anual y no da muestras de rendirse ante los no efectivos controles de precios, mientras que el Banco Central pelea cuerpo a cuerpo, utilizando una maraña de controles tendientes a mantener unas reservas que son magras y no alcanzan para importar los insumos necesarios para sostener la producción y el empleo.
Queda claro que así no se puede seguir. Pero un cambio no es fácil, porque requiere un diagnóstico certero, capacidad técnica para diseñar un programa económico con objetivos de corto y de largo plazo, y un fuerte liderazgo político para implementar y sostener las políticas económicas que, seguramente, generarán resistencia en muchos grupos de poder.
En cuanto al diagnóstico, existe coincidencia respecto de las causas de los problemas. No hay duda de que el déficit fiscal está en el centro de la discusión, principalmente cuando se habla de inflación o de las dificultades que se enfrentan para refinanciar una deuda pública que, aunque no es grande para los estándares internacionales, resulta casi imposible de refinanciar. El gran desafío es bajar el gasto público, que supera el 40% del PBI y que genera una presión tributaria sobre el sector formal de la economía que hace inviables muchas actividades.
“Está claro que así no se puede seguir, pero un cambio no es fácil: requiere un diagnóstico certero, capacidad técnica y liderazgo político”
Un segundo problema es que hay una gran fragilidad en las cuentas externas. Pese a que hubo exportaciones récord en estos últimos años, que rondaron los US$90.000 millones, las reservas internacionales no dejan de caer, y están en solo unos US$5000 millones, una magra suma que no alcanza ni para un mes de importaciones.
El problema es que el tipo de cambio está atrasado, no es suficientemente atractivo para los exportadores y es demasiado cautivante para los importadores. Como resultado del atraso, apareció la brecha cambiaria, o sea, el altísimo diferencial entre la cotización del dólar oficial y las de los dólares paralelos, que llega al 100%. A este nivel, es impensable que suban las reservas, ya que los incentivos para sacar ventaja de la brecha son demasiado grandes. Ventaja que puede lograrse ya sea eludiendo, o aprovechando el mercado oficial según se quieran vender o comprar dólares. El Banco Central trata de defender las reservas con el cepo, que es una avenida de una sola mano. Puede, en el mejor de los casos, frenar la salida a costa de controles y de generar problemas para producir, pero no logra que entren los tan deseados dólares.
La lista de problemas sigue y sigue. Los más dolorosos son el estancamiento económico y el nivel de pobreza, que son la principal fuente de frustración, porque dan cuenta de que un país rico en recursos naturales y humanos no puede salir del laberinto en el que vivimos desde hace casi medio siglo. Vivimos con recurrentes crisis económicas, como resultado de déficits fiscales que nunca fueron controlados y de la tendencia a tener una moneda sobrevaluada, que siempre termina en devaluaciones que generan inflación, recesión, crisis de deuda y crisis bancarias que carcomen la confianza, alientan la fuga de capitales y terminan empobreciendo al país.
La inflación, por supuesto, tiene un alto componente monetario y fiscal. Pero, en la Argentina también ha sido utilizada hasta el cansancio para solucionar conflictos que la política no puede resolver. Así, cuando hay demandas para aumentar sueldos, jubilaciones, subsidios, transferencias a provincias o cuando hace falta reconocer deudas, finalmente los gobiernos ceden para aplacar los ánimos y hacen licuaciones, emitiendo dinero y llevando la inflación a tasas cada vez más altas. La inflación es el mecanismo que la política usa para evitar la confrontación, aunque, al final, no soluciona nada, sino que solo pospone los conflictos, y lo único que logra es que la inflación sea cada vez más alta.
“Hay consenso respecto de que una fuerte y rápida reducción del déficit fiscal es indispensable; no hay espacio para el gradualismo”
Como dice Milton Friedman, la inflación es siempre y en todas partes un fenómeno monetario, pero es un recurso que se usa, al menos en la Argentina, para ocultar los problemas de fondo que tiene la economía y que la política no sabe, no puede o no quiere enfrentar.
A pesar de que el diagnóstico es claro, el diseño y la implementación de un programa que estabilice la economía y fomente el crecimiento es una tarea compleja. Lo difícil no es saber adónde se quiere ir, sino como hacerlo. Si el túnel del tiempo nos llevara a 2015, cuando asumió un nuevo gobierno que trató de revertir un sinnúmero de desequilibrios similares a los existen hoy, el problema no fue determinar hacia dónde se quería ir, si no cómo llevar a cabo el camino. Y el desafío, esta vez, es hacerlo mejor, para que no termine en una nueva crisis.
Hay consenso respecto de que una fuerte y rápida reducción del déficit fiscal es un requisito indispensable. No hay espacio para gradualismo en lo fiscal. Tengo muy fresco el documental sobre Simón Perez, que era el primer Ministro de Israel cuando se hizo el programa económico que terminó de un plumazo con la inflación, en el que cada ministro estaba de acuerdo con la reducción del gasto, siempre y cuando la disminución se hiciera en los otros ministerios. La solución, al final, fue una baja de 10% para todos, que no fue equitativa ni eficiente, pero fue la solución política que se encontró.
También se sabe que hay que sacar el cepo, lo cual requiere bajar la brecha cambiaria, y seguramente, habrá que devaluar, una palabra temida en la esfera política y totalmente tabú para el gobierno actual. ¿Existe opción a una devaluación? En la salida de la convertibilidad no la hubo, y no parece que la política haya cambiado tanto para que hoy la haya. El tema es quién le pone el cascabel gato y aguanta los efectos.
Y hay temas de la transición que siguen siendo controvertidos. ¿Se puede unificar el tipo de cambio de entrada o es mejor tener un sistema de tipo de cambio dual por un tiempo (no de más de diez tipos de cambio como ahora)? ¿Se puede vivir con una brecha cambiaria del 30% para evitar una mayor devaluación inicial de la moneda? ¿Por cuánto tiempo? Por supuesto que en el recetario aparecen otras acciones, como hacer reformas estructurales para bajar el gasto público, fomentar el empleo formal, hacer viable el sistema previsional, darle racionalidad a la producción y al consumo de energía, etcétera, etcétera.
En el diseño de las políticas tendría que haber algunos principios que guíen las medidas económicas. El primero es que se busque equidad y terminar con privilegios que existen, a través de subsidios que se dirigen a ciertas zonas geográficas o industrias sin que hoy eso se justifique, o que son para ciertos sectores que reciben jubilaciones especiales, o para entidades públicas que hoy están superpobladas, entre tantos otros.
El segundo principio es que hay que evitar la reversión de las medidas, porque dar marcha atrás con la baja de un impuesto o de un incentivo a la inversión hace que se pierda credibilidad. Tercero, es fundamental respetar los contratos y los derechos de propiedad. En ese sentido, evitar un nuevo default, tanto de la deuda interna como de la externa, debería ser una política de Estado y una prioridad.
Por último, e igualmente importante, hace falta liderazgo y capacidad política para llevar adelante un programa en el que se van a pisar muchos cayos, y que lo sufrirán empresarios, sindicatos, gobernadores, empresas del Estado, reparticiones públicas y casi todo aquel que habite la Argentina. Seguramente habrá que conseguir un acuerdo que vaya más allá de un partido político; de lo contario, hay un gran riesgo de que el esfuerzo caiga en saco roto.
La Argentina está en un momento crítico, viviendo una crisis, que, a diferencia de la del 2015, es sintomática. Dicen que las crisis son oportunidades. Y, muy probablemente, hacia fin de año va a haber una, que puede representar el punto de inflexión que muchos esperamos y deseamos. Ojalá que, a diferencia de otras veces, no hagamos de esta oportunidad otra crisis.
*El autor es economista, director ejecutivo de Econviews y profesor en la Universidad Torcuato Di Tella
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