Algo más que cifras oficiales sobre la pobreza en el país
No es raro en el mundo en desarrollo que la pobreza sea un tópico recurrente de debate político. En ese marco, lo es también el debate sobre los mejores métodos que deben emplearse para su medición, las responsabilidades políticas que genera su diagnóstico y el impacto que logran las acciones que se emprenden para su reducción.
En igual sentido, también son objeto de discusión los intentos por parte de los gobiernos para minimizar sus responsabilidades u ocultar las consecuencias no deseadas de sus acciones. Pero lo que no es común en las democracias modernas es que la pobreza de un país se traspase de un gobierno a otro sin costo de inventario.
Una práctica de este tipo no sólo afecta al sistema democrático al negarle a la ciudadanía el acceso a una información necesaria para evaluar las políticas públicas, sino que sobre todo obtura el derecho de defensa de los segmentos más débiles de la sociedad y la legitimidad de sus reclamos sociales. Pero si esto rara vez ocurre en los estados modernos, mucho más extraño es mentir mucho por mucho tiempo sobre la pobreza y que eso ocurra como soporte de un relato de gloria progresista. El caso argentino es en este sentido por demás paradigmático. Un vez más, un caso único de estudio internacional.
Ahora bien, que estos hechos hayan tenido lugar sólo fue posible con la necesaria concurrencia de una cautivada clase media, la complicidad de no pocos intelectuales del “campo popular” y las pocas luces de nuestras clases dirigentes, en todos los casos dispuestos e interesados a legitimar en silencio el ocultamiento de los pobres.
Afortunadamente, el simulacro no pudo sostenerse, y no fue gracias a la magia, sino a un sano movimiento de reacción intelectual y vocación por el cambio social. De ahí que haya resultado factible, necesario y oportuno para este gobierno poner en agenda la pobreza, y más temprano que tarde ofrecer cifras oficiales generosas para con los pobres, incluso mucho antes de lograr acuerdos técnico-sociales en cuanto a la definición de la pobreza y de sus mejores métodos de aproximación estadística.
El gesto es por demás destacable, a la vez que políticamente conveniente, mucho más si esto ocurre en medio de (¿necesarias?) políticas de ajuste que tienden justamente a incrementarla.
Pero la buena noticia es que el Estado asume su parte y después de casi diez años de andar a ciegas en materia de estadísticas oficiales, un renovado Indec ha dado a conocer los niveles de pobreza e indigencia urbana correspondientes al segundo trimestre de 2016. Según el organismo, 32,2% de los habitantes del país es pobre según el método de ingresos (una familia tipo no cubre una canasta básica alimentaria mensual de $ 12.489), dentro de los cuales el 6,2% son indigentes (la misma familia no llega a $ 5175). Según la misma fuente, el 47,4% de los niños de 0 a 14 años y el 38,5% de los jóvenes entre 15 y 29 años son pobres de ingreso. Pero un dato no suficientemente destacado es que el 9,4% de los niño/as de hasta 14 años sufren de indigencia económica extrema.
Aunque las cifras casualmente resultan coincidentes con las tan criticadas como aplaudidas mediciones y proyecciones del Observatorio de la Deuda Social, el método utilizado para llegar a estos datos es diferente, incluso distinto al que empleaba el propio Indec antes de la intervención de 2007. En lo esencial, el nuevo índice ha elevado los umbrales de pobreza a favor de los pobres. En tanto que la medición oficial es robusta, la contundencia del diagnóstico hace infecunda cualquier discusión metodológica. Sin duda, hacen falta más y mejores mediciones para completar el diagnóstico. El problema es todavía más grave, pero lo más importante es que después de años de oscurantismo, el Estado ha vuelto a asumir la indelegable tarea de exponer a la ciudadanía los graves problemas sociales que nos atraviesan, a partir de lo cual los gobiernos –éste y los que lo sucedan- podrán ser evaluados no por sus motivaciones autocomplacientes ni por sus relatos de gloria, sino por su efectiva capacidad para que todos los ciudadanos puedan ejercer con autonomía sus derechos económico y sociales.
Los datos interpelan tanto al campo de la política como a la sociedad misma, en particular, a los ricos y poderosos. Decidir sobre cómo crear riqueza, entre quienes y cómo distribuirla, resultan decisiones imperiosas que hacen al qué hacer, no de un gobierno sino de un Estado. No se trata sólo de atender la emergencia con el fin de bajar algunos puntos la pobreza por ingresos (algo que habrá de ser relativamente fácil en un contexto de estabilidad y reactivación), sino fundamentalmente de atacar las barreras estructurales de desigualdad y exclusión, mucho más profundas. Algo que los torpes sectores dirigentes y las desmemoriadas clases medias argentinas suelen alegremente relegar en momentos de exitismo económico.
Conicet-UBA/Observatorio?de la Deuda Social, UCA
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