Baja tolerancia a la deuda, un problema de la Argentina
Algunas personas tienen baja tolerancia al alcohol; otras, a la lactosa. En forma análoga, hay países que tienen baja tolerancia a la deuda. La Argentina es uno de ellos. Entender este concepto nos puede ayudar a pensar qué se puede esperar de la reestructuración de la deuda pública que va a enfrentar el país en los próximos meses.
El concepto de "tolerancia a la deuda", desarrollado por los economistas Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff en su libro Esta vez es diferente, nos permite entender cómo es que hay países como Japón, que tienen deudas públicas de más de 200% del PBI, o como Italia, Francia o Estados Unidos, con obligaciones por alrededor de 100% del PBI, que no están ni cerca de un default -es más, pagan tasas cercanas al 0% cuando emiten deuda-, mientras que hay países que entran en default reiteradamente con ratios de deuda en relación con el PBI mucho más bajos. Este es el caso de la Argentina.
Un reciente reporte de Bloomberg argumenta que este nuevo "evento de crédito" en el que estamos entrando sería el noveno en la historia de nuestro país. Hubo dos en el siglo XIX: 1827 y 1890. El siglo XX tuvo cuatro eventos: 1951, 1956, 1982 y 1989. En este siglo, con menos de 20 años encima, estamos entrando en el tercero; los anteriores fueron en 2001 -el default más grande de la historia de un país hasta ese momento- y en 2014, cuando una caprichosa actitud del gobierno argentino para resolver la disputa legal con los "fondos buitre" nos empujó al default nuevamente.
En el año 2000 la deuda pública era de solo el 45% del PBI y en el 2018 (neta de lo que se debe a la Anses y al Banco Central), del 40% del PBI. Pero en ambos años la Argentina acudió al FMI para intentar evitar, infructuosamente, el default.
Reinhart y Rogoff nos dan una buena pista de las causas que nos llevan a ser defaulteadores seriales, con su definición de "intolerancia a la deuda" como "el síndrome por el cual estructuras institucionales débiles y un sistema político problemático tornan al endeudamiento externo en un instrumento atractivo para emplear por los gobiernos, para evitar decisiones duras sobre gasto e impuestos". Aunque parece haber sido escrita pensando en el actual caso argentino, esta definición tiene ya 10 años.
Nuestra "estructura institucional débil" y el "sistema político problemático" quedaron en evidencia, no solo al haber permitido que se generara un déficit fiscal muy elevado y en gran parte escondido durante la presidencia de Cristina Kirchner, sino también en las dificultades con las que se encontró la gestión de Mauricio Macri al intentar bajar ese déficit (se sumaron también los errores propios de la administración, especialmente en sus inicios).
Un ejemplo práctico de las dificultades se vio en 2018, cuando la carga del ajuste fiscal recayó sobre el gobierno nacional y sobre los contribuyentes y no sobre las provincias, donde el despilfarro es más elevado (fue así porque las jurisdicciones controlan indirectamente el Congreso); otro caso fue la pateada del tablero del principal candidato presidencial de la oposición, que habló innecesariamente de reestructurar la deuda.
Estos problemas institucionales y políticos, sin embargo, no son nuevos. Su acumulación durante décadas nos han llevado a tener varias debilidades económicas estructurales relacionadas entre sí, que jugaron un rol clave en este nuevo episodio referido a la deuda. Dichas debilidades se originan en la falta de acuerdos políticos claves para mantener disciplina fiscal, una moneda sana, un mercado de capitales que incentive el ahorro doméstico y la protección de derechos de propiedad.
Así, la Argentina no tiene un nivel de ahorro doméstico suficiente que permita financiar al sector público, a las empresas y a las familias. A fuerza de mega devaluaciones, corralitos, cepos, reestructuraciones forzosas y otras medidas, los argentinos ahorramos fuera del país. Esta tendencia se acentuó en los últimos años. Desde que Cristina Kirchner anunció su candidatura a senadora por la provincia de Buenos Aires en junio de 2017, los argentinos compramos US$55.000 millones.
Así, los bancos locales tienen depósitos por menos del 20% del PBI. En Chile, por ejemplo, esa relación es de más del 70%. Mientras que los depósitos en el sistema financiero local no llegan a US$80.000 millones, la tenencia de depósitos y billetes en el exterior (incluyendo lo que está en cajas fuertes y debajo del colchón, es decir, todo lo que no está en el sistema financiero) es superior a US$190.000 millones. Un bajo nivel de depósitos implica, por supuesto, un bajo nivel de préstamos al gobierno, a empresas y a familias.
Tampoco tenemos inversores institucionales de envergadura como sí los tienen otros países. En Chile, las Administradoras de Fondos de Pensión (AFP) tienen ahorros por US$215.000 millones, equivalentes a 73% del PBI. Las compañías de seguro y otros actores del mercado suman al menos otros US$130.000 millones. Todos estos inversores proveen financiamiento barato al gobierno. En la Argentina, la nacionalización de las AFJP destruyó la posibilidad de desarrollar nuestro mercado de capitales.
Es así que la Argentina tuvo que recurrir a inversores internacionales para financiar el déficit durante el gobierno de Cambiemos. Estos acumularon demasiada deuda argentina entre 2016 y 2018 y, después del golpe recibido en las PASO, no creo que podamos contar con ellos por varios años.
La falta de una moneda doméstica estable y confiable por décadas trajo otro problema: la mayoría de nuestra deuda pública está emitida en moneda extranjera. Entonces, cuando el peso se deprecia fuertemente, sube la carga de la deuda en relación a lo que produce nuestra economía y la deuda se vuelve insostenible. Así, la deuda neta será en 2020 de más del 60% del PBI, y la bruta (es decir, incluyendo lo que el gobierno debe a la Anses y al Banco Central) de cerca del 100% del PBI.
Hasta la década del 90, este era un problema común a casi todos los países de América Latina y del mundo emergente. En un paper de 1999, los economistas Barry Eichengreen y Ricardo Hausmann le pusieron por nombre "pecado original" a este problema de no poder emitir deuda en la propia moneda. Sin embargo, desde entonces la mayor parte de los países de la región fueron desdolarizando su deuda. Incluso Uruguay, una economía muy dolarizada, bajó el porcentaje de su deuda emitida en moneda extranjera del 88% del total en 2005 al 54% en 2018. Una forma de atraer inversores fue ofrecerles bonos en moneda doméstica pero indexados según la inflación. La reducción de la inflación en el resto de la región también permitió a sus gobiernos emitir deuda en moneda local (sin indexar) a un costo muy barato. Perú, por ejemplo, emite deuda en soles a 10 años al 4% anual.
En la Argentina, la manipulación de las estadísticas de inflación desde 2007 a 2015 asestó un duro golpe a la posibilidad de desarrollar un mercado de financiamiento en pesos profundo y barato, tanto para el gobierno como para el acceso a la vivienda. El reciente "reperfilamiento" de la deuda en pesos de corto plazo quizás la haya terminado de matar.
Sin moneda confiable, sin ahorro doméstico, sin financiamiento voluntario internacional y habiendo agotado el financiamiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) y de otros organismos como el BID y el Banco Mundial, lo único que le quedaría a un potencial gobierno de Alberto Fernández es implementar un brutal ajuste fiscal y una dura renegociación de la deuda pública. Sus referentes económicos argumentan que la negociación de la deuda será amistosa, reperfilándola pero sin quita. Es decir, estirando los plazos de pago, pero sin cambiar el monto que se debe.
Si bien un estiramiento de los plazos y una reducción de la carga de intereses en los primeros años del próximo gobierno son necesarios, no creo que sean suficientes.
Un "reperfilamiento" de ese estilo todavía nos dejaría con una deuda muy elevada en términos del PBI, dada nuestra "intolerancia a la deuda". Esto alejaría el acceso a nuevo financiamiento voluntario, que tendría miedo de ser sujeto a una nueva reestructuración, dado que la deuda todavía parecería insostenible. Es así que lo más probable es que tengan que implementar una quita importante del monto adeudado, lo cual haría que la negociación sea más larga y litigiosa. Al final, al igual que en los divorcios contenciosos, los únicos que van a ganar son los abogados.
El autor es economista. PhD (Universidad de Pensilvania); fue economista jefe para América Latina de Bank of America Merrill Lynch. Coautor de ¿Por qué fracasan todos los gobiernos? c/S. Berensztein