40 años de planes de estabilización: para revertir el pesimismo, llegó la hora de un cambio drástico en la economía
El país necesita un conjunto de políticas que logren una modificación radical en el funcionamiento económico; es lo que intentaron hacer, con éxito desigual, el plan Austral de 1985 y la Convertibilidad de 1991; el programa de 2024 quizás deba ser un blend de todos los anteriores, con consolidación fiscal, comportamiento monetario y financiero ortodoxo, acuerdo de precios y salarios, y apertura
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El año que viene, la Argentina concluye su cuarta década democrática en un momento crítico: enfrenta una coyuntura compleja, con riesgos y desafíos que requieren de voluntad política y calidad técnica, y de algunas medidas impopulares, a contrapelo de un modo electoral que tiende a oscilar entre la cosmética y la magia.
Entre muchas asignaciones pendientes, la más acuciante es bajar la inflación, no por unos meses o hasta la próxima elección, sino de manera permanente, lo que a su vez requiere realinear dos precios relativos claves que quedaron atrasados, rehenes de políticas de precios facilistas e inefectivas: el tipo de cambio, que con una brecha cercana al 100% genera informalidad y salida de dólares e inhibe la acumulación de reservas, y las tarifas, que necesitan adecuarse a los costos para reducir subsidios a la energía que ya representan tres puntos del PBI y que, a falta de financiamiento genuino, se pagan con inflación o con una creciente fragilidad financiera.
Todo esto en el contexto de un déficit fiscal primario de más de tres puntos del PBI y con una presión tributaria y una multitud de impuestos indirectos que distorsionan los incentivos a la producción, la inversión y el trabajo, abonando el sentimiento de inequidad que alimenta el rechazo a la política y al sistema en un círculo vicioso que interpela a nuestra democracia liberal.
Sin una corrección de estos desequilibrios es impensable que el país pueda, más allá de alguna mejora puntual y transitoria, revertir el estancamiento secular, las crisis recurrentes y el malestar social de décadas.
Medidas urgentes
A estas alturas está claro que la economía necesita una batería de medidas urgentes y que probablemente no haya tiempo para ensayos. Con las salvedades propias de la incertidumbre de un contexto global cambiante, una crisis que ya lleva cuatro años y un gobierno precario que ha perdido el control de la economía, lo que hoy está en discusión es la secuencia y la velocidad de estas medidas: ¿cómo apurar el cambio sin que la impaciencia mate el programa?
La clave de un plan de estabilización exitoso para un Estado quebrado es generar una respuesta virtuosa del sector privado, tanto en la alineación de expectativas de precios como, sobre todo, en el indispensable aumento de la inversión y la formalización de la economía. Para esto, tan necesario como reducir rápidamente la inflación es generar credibilidad en el éxito continuado del programa, lo que requiere al menos dos condiciones.
La primera es en apariencia la más obvia: eludiendo la seducción de respuestas “claras, simples y equivocadas”, el próximo gobierno deberá tener un plan integral y consistente. Tan importante como un shock de medidas es mostrar un camino sostenible en el tiempo, evitando hacer todo a las apuradas y en forma desprolija para chocar con las mismas piedras. No sólo porque ya no habrá tiempo para retrocesos; también porque la temporalidad de las políticas económicas tiene un efecto boomerang, debilitando o postergando la respuesta privada. Sobre todo con nuestro historial de bajas de impuestos que se revierten, blanqueos que se usan para gravar activos, aperturas comerciales intermitentes, controles cambiarios que se ponen y sacan, fórmulas previsionales que duran dos años, desarrollos en base al CER o al UVA que se dinamitan al no poder licuarse, etc.
La segunda condición es hoy algo más controversial: respetar el crédito y los contratos. En particular, evitando un nuevo default tanto de la deuda interna como de la externa. Para entender el trasfondo técnico de esto, vale la pena aclarar una confusión habitual. Por lo general, el gobierno paga sus intereses y refinancia la mayor parte de los vencimientos de capital (idealmente, reduciendo el stock de deuda en momentos de expansión y elevándolo en momentos de recesión, de modo de suavizar el ciclo económico). En otras palabras, ninguna deuda es sostenible sin acceso al financiamiento: las reestructuraciones son soluciones de última instancia no para hacer la deuda pagable (en el sentido de cancelarla toda al vencimiento), sino para recuperar ese financiamiento que la haga sustentable.
Es cierto que para que la Argentina recupere el acceso al crédito deberá alcanzar el superávit primario: un país con déficit crónico que es incapaz de pagar siquiera los intereses de su deuda, cualquiera sea el tamaño de esta, difícilmente tenga acceso al crédito. Pero una nueva restructuración apresurada, con quitas que buscan el rédito político antes que la adecuación a la capacidad de pago del país, o un reperfilamiento innecesario, podrían terminar clausurando la puerta de acceso al mercado por muchos años. Así, lejos de ganar tiempo, sólo se postergaría la agonía: ¿qué sentido tiene reestructurar una deuda por unos años si al cabo de ese período nadie nos presta, forzando al país al default permanente o al repudio de su deuda? La Argentina no podrá crecer sin financiamiento. Un plan de estabilización de largo plazo, pensado de manera dinámica, no puede darse el lujo de prescindir de sus financiadores.
Éxitos efímeros
Planes de estabilización no han faltado en estos 40 años de democracia. En 1985, el plan Austral ensayó un ancla cambiaria combinada con la coordinación de precios y salarios, sólo para sucumbir a la falta de consolidación fiscal (en no menor medida alimentada por una deuda impagable). En 1991, la convertibilidad volvió a recurrir al ancla cambiaria, esta vez apoyada en un ajuste fiscal que combinó una batería de reformas con el plan Brady, que postergó el pago de la deuda hasta fines de los 90, pero sucumbió a la pérdida de disciplina fiscal, a la fragilidad financiera fruto de la dolarización de la economía, al fortalecimiento global del dólar, y a la deuda postergada por el plan Brady.
En 2002, el ajuste fiscal y monetario forzado por la crisis y las transferencias de ingresos al sector productivo (cortesía de la pesificación, el congelamiento de tarifas y la caída del salario real fruto de un desempleo récord) dejó la inflación en 3% a fin del año, pero, a partir de 2003, la falta de reformas y un creciente populismo monetario y fiscal se consumió los superávits y revivió la inflación, que no paró de crecer desde entonces. En 2016, un enfoque monetario más ortodoxo, con metas de inflación y tipo de cambio administrado, probó ser insuficiente para enfrentar una inflación altamente inercial, en el marco de una postergación del ajuste fiscal y una dolarización de la deuda.
Todos estos planes tuvieron éxitos fugaces para, más tarde o más temprano, terminar jaqueados por inconsistencias fiscales y cambiarias, o por shocks externos para los que no estaban preparados. Sería un error concluir que fracasaron: cumplieron su objetivo de calmar la economía por un tiempo, para darle espacio al gobierno de turno para hacer reformas y alinear sus políticas detrás del objetivo de la estabilidad.
Fin de ciclo
La Argentina necesita lo que en economía se conoce como un cambio de régimen: un conjunto de políticas que logren un cambio radical en el funcionamiento de la economía y que revierta el pesimismo que predomina en todos los ámbitos. Es lo que hizo Alemania para frenar la hiperinflación en 1923, lo que hizo Israel para salir de la inflación y el estancamiento en 1985, y lo que intentaron hacer, a su modo y con éxito desigual, el plan Austral de 1985 y la Convertibilidad de 1991.
Probablemente el plan de estabilización de 2024 deba ser un blend de todos los planes anteriores, con consolidación fiscal, programa monetario y financiero ortodoxo, acuerdo de precios y salarios y apertura económica, en un combo realista que mantengan un delicado equilibrio entre equidad y efectividad.
Pero si algo aprendimos de las lecciones de 40 años de planes es que un plan de estabilización es apenas el primer paso hacia la estabilidad.
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